Final de la trilogía de “La calle del terror”. En esta ocasión el episodio final se divide en dos partes claramente diferenciadas. La primera es la que anuncia el título y nos conduce a 1666 para narrarnos el inicio de la leyenda de la bruja Sarah Fier para un poco después de la mitad de las excesivas (casi) dos horas de metraje volver a trasladarnos a 1994 donde comenzaban los acontecimientos.
Esta tercera entrega podría encontrarse entre la calamitosa primera parte y la más interesante segunda, menos seria y más centrada en el “slasher” que en ofrecernos un compendio de ideas “woke” escondido en un vehículo de terror. Esta que nos ocupa es irregular alternando algún momento interesante con un final alargado y más moralina posmoderna donde los ricos son malos y opresores de mujeres. Y eso que empieza en el pasado, en la época donde se quemaban a las brujas, en una historia que nos recuerda en exceso a “El crisol” (sea en la versión teatral o en la cinematográfica). No es el único caso en que hemos visto partir de la idea de la obra de Arthur Miller sobre los juicios de las brujas de Salem, pues no hace demasiado se estrenó en España “Akelarre”, otra variación sobre el mismo tema. El problema es que Leigh Janiak, en su traslación a la televisión del libro de R.L. Stine queda lejos del talento del dramaturgo autor de “La muerte de un viajante” o de otro referente moderno sobre la brujería y el satanismo, ambientado en esa época como es la excelente “La bruja” de Robert Eggers. Del siglo XVII se pasa a 1994 con los personajes que quedan vivos intentando resolver el enigma, descubrir que la maldición viene desde entonces pero fue montaje de los descendientes de los malvados reales y preparando una trampa para los atormentados espíritus de los asesinos y los villanos que manejan los hilos en el centro comercial donde empezó todo. Hay que reconocer que tanto en el pasado como en el presente hay momentos de tensión y horror como el presbítero que enloquece y asesina a los niños del pueblo arrancándoles los ojos y encerrándoles en la iglesia mientras ofrece un tétrico sermón pero el tono medio general y el ritmo es flojo, llegando a aburrir a pesar de que las interpretaciones son más intensas y, por lo tanto, mejores que en “La calle del terror: 1994”.
Una serie la de Netflix que una vez finalizada parece fallida, un intento de conectar con el público joven amante del terror y desde ahí ofrecer moral identitaria. Por otro lado, cosa que lleva realizando desde hace varios años, desde que la corriente ideológica se puso de moda en los Estados Unidos y desde allí se exportó al resto del orbe. Una cultura marcada por la superioridad del sentimiento frente a la razón o la historia, modelada al gusto de estas nuevas élites para dar la razón en todas sus ideas o condenarlas al ostracismo. De ahí que en muchos casos se vean los hechos pretéritos con ojos de concienciados habitantes de países ricos del siglo XXI, derribando estatuas, cancelando personajes históricos o actuales si piensan que han cometido algún delito a su moral, sea o no sea juzgado en un tribunal. De ahí que resulta divertido comprobar cómo los ataques a la iglesia tradicional en estas producciones no es sino una manera de justificar los postulados de su ideología, trascendiendo lo político y entrando en lo religioso, con sus dogmas y creencias. Lo peligroso es que es sencillo que las clases dirigentes vuelvan fanáticos a sus súbditos y seguidores, perpetrando en nombre de elevadas ideas lo más abyectos crímenes contra las personas o el arte. No pasó hace tanto tiempo, pues todavía recordamos con estupor como los talibanes volaron los Budas de Bamiyán en 2001, al ser considerados ídolos y , por lo tanto, contrarios al islam. Ahora nos parece un disparate pero igual que se derribaron estos colosos nadie puede asegurar que se eliminen obras del brutalismo fascista, en Italia, Portugal o España, en nombre de alguna opresión o modificando la historia a su antojo y sus intereses.
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