«Emily in Paris» se convirtió en otro éxito para Darren Starr. Quizás no tan grande como el de «Sexo en Nueva York» pero sí lo suficiente para enganchar a un buen numero de televidentes y continuar con las aventuras en la capital francesa de la joven ejecutiva de marketing estadounidense en esta segunda temporada.
El secreto como en «Sexo en Nueva York» es convertir la trama entera en un escenario de postal, con tramas frívolas y ligeras de corte romántico. Un idílico mundo de lujo, fiestas, idílicas localizaciones y vestidos y complementos de última moda. Es la adaptación a los nuevos tiempos de esos clásicos de los cuarenta que con tan buen tino denominaba Woody Allen en su autobiografía «A propósito de nada» como «comedias champagne», con constantes cambios de vestuario en las estrellas en un mundo de gran sofisticación.
Como sucedía en «Sexo en Nueva York» es disculpable esa irrealidad donde una «junior» puede lucir en cada secuencia un modelo de alta costura distinto, conjuntado con zapatos y bolsos de alta gama. Lo importante son sus tormentosos amores que derivan en pequeñas tragedias y un sin fin de lugares comunes y choque de culturas entre estadounidenses y galos.
Los diez episodios trascurren en esa atmósfera de ensueño, con alguna salida a Champagne o Saint Tropez, alternando su especial relación con el chef Gabriel y su novia Camille y estabilizando su trabajo en la firma Savoir, con sus compañeros y su jefa Sylvie. Por otro lado se le da más énfasis a su compañera de piso Mindy, a la que incluso se le ofrece una trama secundaria sin la aparición de Emily. Lo que sí notamos es un decaimiento en la historia con el idilio con un banquero británico que parece más pensado para contentar a los defensores de la política hollywoodiense actual donde es necesario que aparezcan enlaces interrraciales y diversidad sexual que una seria amenaza al amor imposible entre Gabriel y Emily. Los galanes de la primera temporada tenían más entidad y esa parte con Alfie es posible que sea lo más flojo del guion que emerge en un aparatoso final cuando llega la encargada desde Chicago cambiando los estándares europeos a los supuestos más eficientes norteamericanos.
La parte técnica es luminosa (incluso en sus secuencias nocturnas), de colores calidos apoyando esa fantasía parisina de interiores y exteriores. Puestas en escena adecuadas y diálogos ágiles y que enfatizan el tono de comedia de romántica que demandan sus numerosas seguidoras (pues ese es el público objetivo de «Emily in Paris» como sucedía con «Sexo en Nueva York»). El reparto ya es conocido con la simpática Emily de Lily Collins, junto al triángulo romántico con Lucas Bravo y Camille Razat. Ashley Park es su fiel amiga y entre los compañeros de empresa destacamos a su jefa Philippine Leroy- Beaulieu y el alivio cómico del Luc de Bruno Gouery. Todos consiguen que esta ligera función sobreviva entre las tragedias, dramas y crímenes que pueblan nuestras pequeñas pantallas. Entretenimientos que cierta gente de esa considerada como comprometida suele denostar por ofrecer un universo minoritario de fiestas, restaurantes de alta cocina, pasarelas y desfiles, yates, gente guapa y amor romántico frente a la vida real de soledad, satisfyer y «whiskas» que explicaba a la perfección aquella portada del «New Yorker» pero que en el fondo, escribió no recuerdo que columnista española, anhelaba lo que propone «Emily en París» aun con todos sus defectos.
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