Cuando al inicio, en los títulos de crédito, vemos el logotipo de Dreamworks y, con posterioridad, el nombre de la Paramount sorprende que esta cinta no haya llegado a los cines y se haya estrenado directamente en Netflix. Y una vez vista más pues estamos ante una seria candidata a los Oscars 2021 por la traslación al cine de un famoso juicio en los Estados Unidos.
Una temática que podría haber dirigido Steven Spielberg, creando un díptico junto «Los archivos del pentágono» sobre los desmanes en la administración Nixon. Y más teniendo en cuenta que el antiguo Rey Midas de Hollywood sigue siendo el principal propietario de Dreamwoks. Pero tras la caída del director de “E.T.”, se barajaron otros nombres como el de Paul Greengrass, del que “El juicio de los siete de Chicago” ha tomado algún recurso del responsable de “United 93”, mezclando el documental y la “steady cam” en algunas secuencias. Nombres importantes para al final recaer en Aaron Sorkin, reputado guionista ganador del Oscar por “La red social” y escritor de “Moneyball” o “Malicia” y que ya había tratado los “tejemanejes” gubernamentales en buena parte de su obra como en “Algunos hombres buenos”, “El presidente y Miss Wade”, “La guerra de Charlie Wilson o la serie “El ala oeste de la Casa Blanca”. Como director, ya sorprendió con la estupenda “Molly´s game”, llena de ágiles e ingeniosos diálogos y una puesta en escena efectiva, con ritmo y secuencias con mucho movimiento.
En “El juicio de los siete de Chicago” sigue jugando con las piezas que le permiten desarrollar su particular visión del cine, con un montaje paralelo que nos presenta a los diferentes personajes antes de ir a reventar la convención demócrata para pasar en una eficaz elipsis al juicio, desde donde se nos irán narrando los hechos que acontecieron con numerosos saltos temporales. Una opción que funciona bien pues entendemos que el caso es célebre en Estados Unidos y por lo tanto el público norteamericano conozca el resultado aunque para el espectador medio hispano, que desconozca la política americana de finales de los sesenta, no sepa lo sucedido y se mantenga el efecto sorpresa. Aunque eso lo decimos gente de una cierta edad porque hace poco leí que la juventud española, en un alarmante porcentaje, no tenía ni idea y no ubicaba por la fotografía a Ortega Lara o Miguel Ángel Blanco y “El espíritu de Ermua”. De ahí, muchas veces la importancia del cine para explicar hechos de relevancia que se pierden en el olvido que crean las televisiones y los diferentes planes educativos. Este largometraje, no oculta sus simpatías hacia la opción demócrata y en contra de los republicanos, en algunos casos de un maniqueísmo e infantilismo que sorprende en alguien de la envergadura de Sorkin pero no se puede negar que es un trabajo solvente, de gran ambientación y momentos de gran cine, sumados a una realización que hila de forma admirable el alambicado “libreto” junto a unas interpretaciones que son “plato fuerte” en la producción.
En ella, destaca un Sacha Baron Cohen, con un Abbie Hoffman para el recuerdo, un cómico “hippie” antisistema de carácter opuesto al universitario radical pero pusilánime que encarna Eddie Redmaine, junto a unos efectivos Jeremy Stong, Yahya Abdul Mateen II y John Carroll Lynch, defendidos por un soberbio Mark Rylance. Y entre las fuerzas del orden, funcionan Joseph Gordon-Levitt, el patético juez de Frank Langella y la aparición estelar de Michael Keaton. De este reparto, a buen seguro, hay un par de nominaciones en la temporada de premios junto al guion de un filme que con sus defectos y su clara analogía con lo que sucede ahora en la tierra del “Tío Sam”, con las masas enfurecidas echándose a la calle contra la política de Trump hace que disfrutemos durante algo más de dos horas, con un resultado algo tramposo, e ingenuo en algún pasaje, pero con sobriedad estilística y buen talento narrativo. Una pieza más de ese engranaje maravilloso que conforma el subgénero de los dramas judiciales.
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