Pedro Almodóvar es un ya un clásico. Por muy de moderna que fuera en los años 80, ha acabado convertido en todo un referente cinematográfico a nivel mundial. Ya quisieran muchos. El descaro y la osadía del cine primigenio del manchego dieron paso a una exquisita madurez que fue coronada con múltiples galardones a nivel mundial. La adoración (a veces excesiva) que genera su cine en Francia o en los sectores más cool de Estados Unidos es incuestionable. No solamente es el único director español reconocido masivamente fuera de nuestras fronteras y el único cuyas películas se estrenan siempre en el extranjero sino que también Almodóvar es en sí mismo una marca. Su cine es tan personal que es fácilmente reconocible, algo que le emparenta con otro creador ilustre como Woody Allen. Ambos directores comparten su obsesión por ciertos temas recurrentes en su cine y en ambos casos suelen salir airosos a pesar de la reiteración de estos temas. Esta creciente introspección en el cine de Almodóvar le ha llevado a tratar temas universales (la infancia, el paso del tiempo, el miedo a la muerte) pero con su propia mirada. Dolor y Gloria es quizás su film más personal y autobiográfico. Casi demasiado, tanta desnudez emocional acaba resultando casi pornográfica. Por momentos sentí vergüenza ajena al ver cómo Almodóvar se retrataba en pantalla. El propio cartel del film ya nos avisa que el personaje de Antonio Banderas está inspirado claramente en Pedro Almodóvar. No hacía falta ser tan explícito en el cartel. El director manchego ha plasmado su propia personalidad en su protagonista (como también suele hacer Woody Allen). Almodóvar afronta ya su séptima década de vida y se mira de frente en el espejo deformante que es su cine. Almodóvar se homenajea a sí mismo y a su estereotipo. Algo me dice que es uno de los más descarnados ejemplos de cineasta que desnuda su alma en una pantalla. Quizás sólo sea comparable con aquel ejercicio de extremo cinismo de Bob Fosse en su genial All that Jazz. Dolor y Gloria es puro cine dentro del cine. Como su protagonista, Almodóvar salda deudas consigo mismo y frente al público. Ha vertido sus miedos y sus anhelos en un film que, por momentos y Dios no lo quiera, suena a despedida.
Reconozco que Dolor y Gloria me entretuvo y me gustó bastante. Se podría incluir Dolor y Gloria dentro de sus mejores trabajos (Todo sobre mi madre, Hable con ella, Volver), formando un cuarteto realmente formidable. El director manchego sigue obsesionado con su madre, aquí representada en dos líneas temporales distintas por Penélope Cruz y Julieta Serrano. Con la edad Almodóvar se vuelve más nostálgico, alejándose de sus otrora habituales astracanadas.
No estamos ante un film perfecto. Dolor y gloria es tan personal que puede resultar hermético para algunos espectadores. Algunos flashbacks le hacen perder a veces el ritmo y lo de Rosalía está metido con calzador (reconozco que le empiezo a tener paquete de tanto estar en todos los caldos). Lo mismo puedo decir de ese desnudo masculino que se podría haber ahorrado (supongo que en esto habrá opiniones para todo). Opino que este desnudo rompe el ritmo narrativo y no aporta demasiado a la trama más allá de plasmar la fascinación del director por el cuerpo masculino.
Del apartado actoral solo tengo alabanzas, desde Antonio Banderas a Penélope Cruz (qué bien hace de mujer de pueblo) pasando por Asier Etxeandia y Leonardo Sbaraglia. También Julieta Serrano y Raúl Arévalo resultan convincentes a pesar de su escaso tiempo en pantalla. Rosalía se limita a cantar.
Debo destacar la música del siempre genial Alberto Iglesias (habitual de los films del manchego) y la fotografía de José Luis Alcaine.
Lo dicho, un film personal con el que Almodóvar se abre emocionalmente en canal.
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