Una de las sorpresas (o no) de la última edición de las Estrellas Michelín fue la concesión de su primer galardón para este restaurante de Cádiz, que se suma al Sol Repsol que ya poseía. Código de Barra es el sueño de Leon Griffoen como chef y su mujer Paqui como sumiller y jefa de sala. Un proyecto que empezó en la Plaza de Candelaria (que mantienen con el nombre de Contraseña) y que han pasado a la calle San Francisco, en un local amplio donde domina la piedra y la iluminación cálida. Mesas con mantel de hilo, sillas cómodas y una vajilla y cubertería cuidada en cada plato. Su carta se centra en dos menús degustación donde nos invitan a un viaje por la historia de la trimilenaria Cádiz, desde los fenicios, romanos hasta llegar a los tiempos de nuestros padres y abuelos. Un recorrido con un hilo conductor definido, un servicio esmerado, gran puesta en escena (no veíamos una tan clara desde que comimos en el A Poniente de Ángel León o en El Cenador de Amós de Jesús Sánchez, auténticos homenajes a sus ancestros) y una elaboración con productos de calidad, genialmente presentados y una admirable selección de vinos (no elegimos menú degustación pero nos dejamos aconsejar). Al ser un menú sin apenas carne, preferimos centrarnos en los blancos.
El primer pase de su menú largo (llamado Gadir) era una tortilla de camarones, preparada al estilo tradicional la masa pero el marisco en vez de estar frito era cocido.
Bien para empezar una trilogía que sigue con el candié (ponche de huevo elaborado en la antigüedad para abrir el apetito) que Código de barra prepara al oloroso viejo y al que acompaña unas huevas de trucha y un trozo de melón.
Muy rico, tanto como el tasajo y cuajo, plato de pastores que ellos interpretan con el fuerte contenido lácteo del tasajo en forma de casi una mouse y trozos de cecina seca que hay que verter para poder comerlo junto.
De remate, para esta primera parte nos presentan otro marisco como es un crujiente de cañailla, tan propio de la vecina localidad de San Fernando. Bueno, sin más.
En su progresión, nos presentan el Oro de Cádiz, un pan hecho por ellos con menor cantidad de gluten, acompañado de un aceite de oliva virgen extra de extraordinaria calidad y una mermelada de piquillos.
Te invitan a pedir más si se te acaba, cosa que visto lo delicioso que estaba hicimos aunque no con el Albedo, conformado por una crema ligera con huevas de trucha y una especie de ensalada de salmón ahumado (el toque holandés), manzana y salicornia (un célebre alga de esta zona atlántica).
Una combinación genial. Los vinos de esta primera parte fueron un Rías Baixas, monovarietal de Albariño, de nombre Torroxal como aperitivo y el local Terrajo, de la Sierra de Grazalema, sin sulfitos añadidos y de uvas macabeo y las autóctonas mantua y perruna que sirvieron como estupendo maridaje.
Para los siguientes platos continuamos por la zona con el Terralba, un ecológico joven de Trebujena de palomino fino, la uva por excelencia de Cádiz con la que se hacen los finos y generosos tan señeros por estos lares.
Seguimos con el Posca, Garum y Allec, sobre una base de un curioso caldo avinagrado, con el tomate, la verdura y el atún dominando el plato, seguido de una flor de lis de su versión de la brandada de bacalao y una crujiente regañá (pan plano de la zona) para untar.
Buenos ambos pero sobresaliente nos pareció la paniza, modesta masa frita que ellos elevan con una sopa de marisco como fondo y la salicornia.
Un plato de mucha enjundia, como sucede con la dorada de estero (piscinas en el mar de la vecina San Fernando o Chiclana) que presentan con un mínimo punto de asado y con una espuma de la propia dorada por encima y una sorpresa (pues acaban de cambiar la carta) con un morrillo de atún rojo, sobre un caldo del propio túnido, coronado con un puré y una ajada. Uno de esos sabores que devuelven la confianza en el ser humano. Y es que tras semejante ágape decidimos que alguien que cocina así no puede ser mala persona.
Para los dulces probamos otros dos vinos, un Urium de Jerez hecho de Pedro Ximénez y un Barbeito de la isla portuguesa de Madeira, monovarietal de malvasía.
Nos gustaron los dos y sirvieron para maridar primero el Moretum, de color blanco presencia de coco y un granizado lácteo por encima y seguido de un antológico pastel de chocolate que representa la piedra que preside las murallas de Cádiz (y las paredes del Código de Barra).
De los más ricos que hemos comido nunca y que sirvió de colofón a un restaurante donde se están haciendo las cosas bien, con un menú que invita a la reflexión y al viaje al pasado y que va de menos a más.