Sobre “La guerra de los mundos” se han hecho numerosas adaptaciones, en su mayoría estadounidenses, desde los años 50 donde los extraterrestres eran una metáfora del enemigo soviético y, por lo tanto, la unión y la superioridad de occidente podrían vencer al peligroso adversario. Una idea que se ha mantenido en las posteriores versiones del libro de H.G. Wells, donde lo interesante era destacar los aspectos heroicos del espíritu humano derrotando a una potencia invasora superior en medios y tecnología. En esta miniserie se apela a otro tipo de sentimientos y motivaciones más cercanos a la novela, escrita a principios del siglo XX, donde unos alienígenas envían sus naves desde Marte con la única intención de colonizar el planeta.

De hecho, el momento más interesante de la serie sucede cuando los protagonistas no entienden como entidades de gran inteligencia y capacidad no se paran a dialogar y resolver el conflicto de forma pacífica para en ese momento trazar una analogía con la propia corona británica, dedicada a la colonización, donde somete, ejecuta o esclaviza a la población, arrasando con tierras, recursos y riquezas. En eso, Wells lanzaba una crítica a la sociedad de entonces, un mensaje que no ha sabido ser visto en ninguna de las posteriores revisiones. Aquí no hay apenas épica, con alguna batalla ganada derribando alguna nave pero siendo exterminados con pulsos de calor, una tóxica nube negra o siendo devorados en imposibles combates cuerpo a cuerpo. La única posibilidad de sobrevivir es correr y esconderse. Una visión mucho más pesimista que las vistas hasta ahora, con algún paralelismo al rescate de la playa de «Dunkerke» en una secuencia bien rodada, en la línea de las producciones de la BBC aunque notemos que le falte espectacularidad y la narración con saltos temporales, con una fotografía saturada de rojo en el apocalíptico final no ayude.

Y es que esta “guerra de los mundos” tiene aciertos, como ambientarla en la original época “eduardiana” o tratar a los ciudadanos británicos como a las personas de tierras conquistadas en nombre del rey, pues no olvidemos que en estos tiempos donde en la cultura anglosajona y en la latinoamericana, en un arranque de populismo denigran el descubrimiento de América considerándolo un genocidio, mientras que los ingleses salvan ese atroz castigo histórico, cuando ya se conoce como acabaron los aborígenes australianos, las tribus indias americanas o cualquier grupo autóctono allá donde ha llegado esta cultura aunque como se nos narraba en la tercera temporada de «Outlander», la esclavitud también era cosa de portugueses y españoles. Ya se sabe que la historia siempre la han escrito los vencedores, por mucho que nos gusten las ucronías donde el pasado es cambiado y por lo tanto también el presente.

El error más manifiesto de los tres episodios es el de abarcar demasiados temas en una historia de ciencia ficción, pues no termina de hilar bien todo el argumentario feminista y la parte política, por mucho que ahora parezca de obligado cumplimiento, pues lastra el tono pesimista donde no parece haber solución ante la invasión marciana. Con narrar el intento de supervivencia en un planeta regido más por la religión, la patria y el ejército como valores universales más que con la ciencia hubiese bastado para completar las menos de tres horas de metraje de “La Guerra de los mundos”.

En eso, su responsable, Craig Viveiros, hombre curtido en la televisión, ofrece un producto de interés pero, claramente, insuficiente. Con mejores pretensiones que resultado. Y con un reparto acertado, con rostros conocidos como la Demelza de “Poldark” Eleonor Tomlison y un envejecido Robert Carlyle, lejos de sus mejores años a mediados y finales de los noventa y que llevaba sin un papel relevante desde el “28 semanas después” (obviando el fracaso que fue el segundo “Trainspotting”, que no era más que una revisión del éxito noventero de Danny Boyle) hace más de diez años. Queda claro que el tiempo pasa para todos.

La Guerra de los Mundos

by: Jose Luis Diez

by: Jose Luis Diez

Cinéfilo y cinéfago, lector voraz, amante del rock y la ópera y ensayista y documentalista con escaso éxito que intenta exorcizar sus demonios interiores en su blog personal el curioso observador

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