Sobre el deseo de expresar la metafísica en el cine no hay nada mejor que el libro “El estilo trascendental en el cine: Ozu, Bresson, Dreyer”, escrito por alguien vinculado a Martin Scorsese como Paul Schrader, guionista de “joyas” como “Taxi Driver”, “Toro salvaje” o “La última tentación de Cristo” y realizador de, entre otras, “Hardcore: un mundo oculto”, “American Gigolo”, “El beso de la mujer pantera” o “Aflicción”. Alguien que como autor del “libreto” o responsable final ha forjado su carrera y su forma de entender el séptimo arte en la idea de la culpa y la redención.
Y es normal que escribiese tan magnífico ensayo, pues esa idea de trascendencia la posee el japonés con esas cámaras estáticas y el silencio imponiéndose sobre el ruido en películas como “Primavera tardía” o “Cuentos de Tokio”, el francés llevando la idea jansenista a las últimas consecuencias, que en filosofía emitió Pascal, y donde el pecado original por haber nacido no se borra por el bautismo como ocurre en el catolicismo, por lo que uno es culpable solo por el hecho de “venir al mundo”. Casi todas las obras bressonianas giran en torno a lo mismo: personajes cotidianos superados por los acontecimientos que solo logran la redención instantes antes de la muerte (física o espiritual) como en “Pickpocket”, “Un condenado a muerte se escapa” o “El dinero”, por citar ejemplos de uno de los creadores más importantes que ha dado la filmografía universal. Lo mismo sucede con el danés Dreyer, autor de una de las tres mejores cintas religiosas de la historia del cine como es “Ordet (la palabra)”, donde consigue conjuntar el existencialismo de Kierkegaard (o en España, Unamuno) en 35 mms., sobre todo en el irrepetible personaje de Johannes. Normal. Viniendo del protestantismo escandinavo que luego llevó al paroxismo el ruso Andrei Tarkovski a lo largo de sus siete largometrajes y el sueco Ingmar Bergman, cosa que podemos advertir en su “trilogía del silencio de Dios” conformada por “Como en un espejo”, “Luz de invierno” y “El silencio”.
Y a pesar de no encontrarse Schrader en el guion, su espíritu tiñe toda la obra y veo mucho más de los creadores antes citados para encontrar paralelismos que con “La misión”, aunque el film de Roland Joffé parezca más obvio. El escritor, junto a Scorsese, es Jay Cocks que ya adaptó de forma admirable “La edad de la inocencia” (peor fueron las cosas con “Gangs of New York”) y que aquí acometen el traslado a la pantalla de la novela del japonés (y católico) Shusako Endo, sobre dos jesuitas que viajan al Japón del siglo XVI en busca de su mentor, en un tiempo donde los cristianos son perseguidos. Allí vivirán un suplicio y la violencia con la que los nipones tratan a todo el que ejerza la religión prohibida. Todo el edificio se cimenta en la idea de la fe y de cómo encontrar a Dios, aunque éste no parezca manifestarse ante la extrema crueldad de los dirigentes del “país del sol naciente”, todo filmado con un gusto exquisito, con planos cadenciosos en los diálogos o en la “voz en off” (especial en la conversación con el Cristo), alambicados planos aéreos “en picado” que junto a brumosas secuencias parecen sacados de alguna pesadilla, merced al buen trabajo en la fotografía de Rodrigo Prieto y que consiguen el ritmo pausado que Scorsese pretende para narrarnos su epopeya sobre la fe. Los actores cumplen sin demasiadas estridencias, pero el personaje más interesante es el de Kichijiro, que por miedo a la represalia no duda en acusar y sentenciar a su familia, amigos, a los sacerdotes y repudiar sus creencias, buscando siempre el perdón y la confesión. Un hombre que se debate entre la fina línea que separa la comedia de la tragedia, como explicaba Woody Allen (por cortesía del productor que encarnaba Alan Alda) en “Delitos y faltas”: “-Si se tuerce tiene gracia, si se rompe no tiene gracia-“.
Tal vez, en el aspecto negativo, la narración es demasiado repetitiva y no hubiese sucedido nada con treinta minutos menos, ya que a pesar del gran montaje de Thelma Schoonmaker, parecen excesivos sus 160 minutos de duración, aunque prima el esfuerzo y la capacidad de hacernos reflexionar de Scorsese, con esta cinta atípica, anticomercial y a contracorriente, pues estamos acostumbrados que los miembros de la Iglesia Católica aparezcan como sátrapas, corruptos, degenerados e intrigantes o, lo que es peor, se intente ver con ojos de ONG del siglo XXI, hechos del siglo XVI, XVII o XVIII, algo que hemos aprendido que distorsiona la realidad y la veracidad. Lo que sí sucede en el 2017 es la persecución que sufren los católicos en países islámicos, silenciado por los medios y que llegan a las consecuencias que se plasman en “Silencio”. Cosa que sorprende mucho, en alguien ateo como yo, como esa gente no abandona sus ideas aunque eso le cueste la propia vida. Es sencillo jugar a la revolución, decir que vivimos bajo el yugo absolutista del Vaticano o de la Inquisición sabiendo que casi cualquier barbaridad no pasará de una multa administrativa. Por fortuna, la religión católica ha sabido adaptarse a las democracias y en este siglo XXI no hay país donde el libro sagrado sea el código penal, los representantes del estado sean designados por Dios Padre y se queme en la hoguera o se practiquen “autos de fe” a herejes o ateos. De hecho, puedo manifestar mi no creencia en ningún dios y debatirlo con otros en la calle sin ser detenido ni señalado. Tanto aquí como en Japón. Eso es evolución, y ha costado mucho (a algunos la propia vida) para que ahora lleguen unos pocos diciendo que vivimos todavía en un nacionalcatolicismo.
0 comentarios