Enorme sorpresa. Así podemos definir esta magistral obra argentina, cuya magistral dramaturgia y dirección corresponde a Fernando Ferrer, que ha conseguido que su versión del “Rey Lear” de Skakespeare, cambiando el texto y la acción, consiga mantener el espíritu del bardo inglés pero ofreciendo un producto novedoso y distinto. Algo así, como lo que filmó Akira Kurosawa con “Ran”, sobre la misma historia o con “Trono de sangre” y “Macbeth”. De hecho, es el ejemplo más claro que conocemos de adaptación de un clásico cambiando lugares, épocas y personajes. Aquí lo que tenemos es un club bonaerense llamado Polonia, porque su fundador llega desde ese país europeo huyendo de los campos de exterminio nazis. Un hombre que ha trabajado duro ante los reveses de la vida y que ahora solo le queda el consuelo de ese pequeño local, tras haber enviudado. Allí le celebran sus familiares una fiesta de cumpleaños, donde junto al personal de confianza están sus dos hijas mayores (Regina y Nesky) y sus yernos. Poco tarda en aparecer la díscola hija menor (Cordelia) con un nuevo novio, que al poco tiempo se revela como primogénito de su club rival el Deportivo Francés. Con la risa y el vino, el patriarca decide ofrecer su testamento en vida aunque antes deben decir unas palabras de consideración. Las dos mayores no tienen reparos y consiguen unas propiedades y un tercio del club, pero la pequeña no tiene nada que decir, lo que hace que el viejo se enfurezca y desherede a Cordelia, lo que empieza una disputa entre hijas, yernos y personal. La segunda parte, nos muestra a un anciano que apenas recuerda nada y al que se le notan signos de locura, lo que irá desembocando hacia la tragedia final.
Todo narrado con un ritmo prodigioso, casi cinematográfico y donde el Fernando Ferrer director escénico se gusta, con constantes movimientos de los personajes, apariciones y desapariciones de los mismos, rompiendo la cuarta pared y hablándonos a los espectadores, confundiendo sueño y realidad, cordura y locura, convirtiéndonos en espíritus o espectros a los que solo puede ver el protagonista. Unos fantasmas que solo contemplan lo que sucede sin tomar partido. Cien minutos de puro teatro, que comienza incluso antes de la obra, pues según el púbico se ubica en sus localidades, la trama ya ha empezado con diversos roles jugando al tenis de mesa, disfrutando de lo que parece ser una velada agradable. Y todo respetando los grandes temas que nos propone “El rey Lear”: la familia, la codicia, el rencor o los afectos pero añadiendo píldoras que enriquecen el texto como que el anciano sea víctima de los nazis, se vea un evidente alzheimer o que una constructora quiera comprar el terreno del amado club para crear un centro comercial. Y todo con mínima escenografía, con una bandera y banderines rojos y blancos, que nos recuerdan a la patria de Kieslowski o Polanski y unas pocas mesas, con elementos para una fiesta como “serpentinas” y “confetti”. El drama prima sobre el escenario y en eso “la fiesta del viejo” demuestra como el contenido puede superar con creces al continente.
Para ello, se necesita un reparto adecuado y no se puede decir que nadie esté mal, todos el equipo artístico funciona como un metrónomo, cumpliendo su papel a la perfección pero dejando el lucimiento a su protagonista; un sensacional Abian Vainstein que consigue que la ira y la ternura, la crueldad y el cariño o la razón y la locura quepan dentro de un mismo papel. Él es la “punta de lanza” de un espectáculo con mayúsculas, algo que se quedará forjado en la memoria. Felicidades a sus responsables.
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