Dentro de las propuestas gastronómicas que ofrece la capital de la República Dominicana, la del restaurante Filigrana es de las más interesantes al fusionar la brasa mediterránea con los sabores locales, una combinación de éxito que no en vano les ha servido para alzarse con el premio The World Luxury Restaurant Awards que engloba todo el continente americano, en la categoría de cocina mediterránea, entre otros galardones que le sitúan entre los mejores de Santo Domingo.
Aunque lo primero que sorprende es su excepcional ubicación, en la quinta planta del Hotel Catalonia del Malecón, con unos ventanales que permiten admirar las tranquilas aguas del Mar Caribe. Unas vistas privilegiadas que potencian cualquier ágape y que convierten a Filigrana en uno de esos locales «con encanto» aunque ese «haber» en su cuenta debía corresponderse con la comida, pues a fin y al cabo es la función principal de un restaurante. Local acogedor con decoración minimalista y mantel de hilo blanco que parece no querer interrumpir la contemplación de esa panorámica de agua y cielo. Además elegimos la hora del atardecer y la sensación fue mágica con esa caída del sol tan rápida, lejos de los anocheceres europeos, más dilatados en el tiempo. Todo ello lo disfrutamos con la Presidente Black, la cerveza más poderosa del país con sus seis grados de alcohol, uno más que la Presidente y dos que la Presidente Light.
Dentro de su carta, elegimos el menú degustación con el evocador título de «Encuentro de 2 mundos» que resumé la filosofía del Filigrana, al que solicitamos un maridaje para cada plato. Mientras terminábamos las cervezas, nos llegaron dos aperitivos más que interesantes; primero una mousse de salmón bien gamberra, por su toque de alcaparras y cilantro y un chip de yuca coronado por una versión caribeña del pulpo al ajillo. Nos gustaron mucho y ese espíritu transgresor de los «snacks» no se vio continuado con los principales, más serios y habituales en la cocina contemporánea. El entrante consistía en un estupendo tartar de buey, pleno de sabor y con el toqué perfecto de picante, merced a un ají y a la cebolla dulce. Se acompañaba con un ali oli de pimiento del piquillo demasiado matizado, ya que no se notaba la habitual potencia del piquillo diluida entre la carne y las tostaditas de pan de sesamo. Tal vez por ello, nos ofrecieron como vino un Viña Sardasol, Chardonnay navarro con exceso de acidez y que fue el maridaje más flojo. Mejor el californiano Beringer, monovarietal de Pinot Grigio, un blanco soberbio que ayudaba a un primer tiempo que nos provocó sentimientos encontrados. Por un lado nos llegaba la mejor presentación con esa campana que al destapar deja escapar el humo que contiene el plato, un braseado irregular con un fantástico gratin de coral de gamba salvaje y patata, buenísimo y con un esparrago triguero crujiente y adecuado que acababa perdiéndose en un filete de halibut ahumado, donde el pescado estaba pasado en su cocinado. Un error manifiesto que nos entristecía y donde le faltaba algo de «gracia» a la piel, ya que se separaba a la perfección del resto del pez, por lo que pudieron ofrecer un chip crujiente especiado o algo similar que hubiese aportado un punto añadido. En cambio el canelón de ropa vieja caramelizada, salsa trufada y croqueta de auyama le sucedía lo contrario. Una horrorosa presentación que no auguraba nada bueno y que sin embargo ofrecía un bocado suculento, ya que la carne desmigada era exquisita envuelta en un canelón suave y el, en principio, exceso de salsa verde (aguacate) mejoraba un plato que encima se coronaba con una formidable croqueta, donde la calabaza era la protagonista absoluta; cremosa y con la bechamel bien ligada. Además un diez para el maridaje con un tinto de los Estados Unidos, un Robert Mondavi, selección privada y 100% Cabernet Sauvignon.
Con la agradable sorpresa llegaba el momento dulce con un postre dividido en tres: primero una crema catalana, rica sin más, una mejor yema de huevo dulce y coco, con una crujiente vaina de cacao como soporte y una antológica trilogía de bombones de puro cacao, ante los que tuvimos que descubrirnos y admitir que eran los mejores bombones que hubiésemos probado jamás. De acompañamiento un «Ice Wine», un Inniskillin maravilloso del estado de Niagara, esa zona fronteriza entre Estados Unidos y Canadá. Como colofón con la infusión y el café nos deleitaron con unos delicados «petit fours», donde los de cacao destacaban sobre el resto.
Tras el ágape pasamos a la terraza exterior de nombre Pearl, donde reposar la cena con unos cocktails ante la agradable noche de Santo Domingo, algunos de creación propia escuchando el sonido del mar. ¿Se puede pedir más?
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