«La muerte de Stalin» es una «rara avis» en la cartelera actual, pues en unos cines repletos de historias insustanciales, superhéroes varios y las triunfadoras en la última edición de los Oscars sorprende encontrarse una sátira política con tan «mala uva» y un humor negrísimo que tiñe toda esta producción británica.
Aunque viendo quien la dirige no debería extrañarnos, pues Armando Ianucci ha hecho carrera tanto en televisión como en pantalla grande criticando de forma mordaz tanto los contenidos de los programas televisivos como la política internacional, como demuestran sus trabajos con el enorme actor Steve Coogan, su primer filme «In the loop» o la serie «Veep», aunque ahora va un paso más allá para narrarnos los últimos días y el fallecimiento de uno de los mayores genocidad de la historia y las luchas de poder originadas posteriormente. Narrado con «sana mala leche», con un tono esperpéntico y unas interpretaciones histriónicas y excesivas que hacen seguir la hora y tres cuartos de metraje con interés y una sonrisa, a pesar de ver las atrocidades que están ocurriendo en imagen. Y es de agradecer ese tono de comedia para criticar un sistema nocivo, donde se elimina cualquier vestigio de individualidad frente a la colectividad practicando una enorme represión contra el pueblo o cualquiera que sea declarado «contrarevolucionario».
Ionucci ejecuta su función con tino y acierto, aunque algunos personajes como la hija del dictador no aporten demasiado, en tres actos diferenciados que llevan a un desenlace brutal que recuerda al salvaje final de «Salo» de Pasolini, aunque ahí lo que se criticaba era el fascismo mussoliano y aquí otro sistema dictatorial como el comunista, bien rodado salvo las escenas de masas y con unas interpretaciones notables encabezado por el Krushev de Steve Buscemi, el Beria de Simon Russell Beale, el Malenkov de Jeffrey Tambor o el Molotov del ex Monty Python Michael Palin, acompañados de actrices como Andrea Riseborough u Olga Kurylenko consiguiendo un tono ácido, cercano al cómic y que funciona la mayoría de las secuencias. Un género éste que entronca con otras sátiras como «El gran dictador» de Chaplin o «Ser o no ser» de Lubitsch aunque ambas criticaban el nazismo.
Y es curioso, pues Martin Amis se preguntaba al inicio de su excelente ensayo «Koba, el temible» como es posible que hasta el menos interesado por la historia conozca, por lo menos de oidas, Auschwitz y gente universitaria o con vasta cultura no haya oído hablar de Kolymá o Vorkutá. Proseguía su alegato, sorprendido al ver como una parte de la intelectualidad defendía el régimen comunista como bastión contra el fascismo y el nacional socialismo, olvidando su enorme represión sobre el pueblo y todo lugar donde se implantó, eliminando la libertad en la búsqueda del «hombre nuevo» y de la «supresión de clases». Una «Arcadia feliz» que acabó con millones de muertos y que han narrado con acierto gente como Alexandr Solzhenitsyn en su imprescindible «Archipiélago Gulag», Evgenia Ginsburg en «El vertigo», Arthur Koestler en «El cero y el infinito», Vassily Grossman en «Vida y destino», muchos artículos de Christopher Hitchens, el propio Amis en otras novelas como «La casa de los encuentros» o George Orwell en «Rebelión en la granja». Por todo eso, sorprende como cada cierto tiempo vuelve un repunte de nostálgicos del comunismo que se arrogan la voz del pueblo y que «sufren por los golpes que la vida no les dio» aunque mezclando sus tiránicas ideas con otras más atrayentes como el ecologismo, la lucha contra el poderoso como enemigo común o la lucha de sexos, creando dos bandos a los que convencer prometiendo un imposible Edén, sometido al dictado estatal que se arroga la potestad del padre o el dios. Es lo que llama Gustavo Bueno «izquierda indefinida» en su «El mito de la izquierda», lectura obligada para entender la deriva de esa corriente ideológica. «La muerte de Stalin» no llega al libro del filósofo asturiano ni a muchos de los nombrados antes pero es una interesante propuesta ante el erial y el páramo que suele ser la cartelera.
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