BBLa política a principios del siglo XX era compleja y, sobre todo, arriesgada: el colonialismo estaba en su apogeo, el nacionalismo, con el papel de la prensa de por medio, alimentado hasta niveles insospechados; la escalada armamentística, proporcionada por la Revolución Industrial y la políticada cada vez menos moderada de Guillermo II, destinada a la supremacía germana en el continente -lo que le llevó a destituir a un Otto Von Bismarck que buscaba, ante todo que la paz fuese duradera-, hicieron que el siglo pasado anunciase presagios de tormenta. Y ése puede ser, fácilmente, el punto de partida de una de las mejores películas del cine europeo y del siglo mencionado como Novecento. Dirigida por el realizador italiano Bernardo Bertolucci en 1976, ejemplifcaba a la perfección, mediante la historia de Olmo Dalcó y Alfredo Berlingheri –interpretados sabiamente por Gerard Depardieu y Robert De Niro, respectivamente-, los cambios políticos surgidos en el nacimiento del nuevo siglo, la evolución histórica del continente europeo y, sobre todo, el auge del fascismo y del comunismo. Dalcó y Berlingheri son dos muchachos de estratos sociales distintos: el primero, un jornalero, un hijo de una clase obrera que con las Internacionales, estaba intentando ganar lo que siglos de asfixia les habían negado, mientras que Berlingheri es hijo de esa burguesía que se erigió providencial en los siglos XVIII y XIX y que, con el adevenimiento del siglo XX, tendría que afrontar retos como la inconsistencia del capitalismo y su incapacidad para satisfacer la demanda a raíz del éxodo masivo del proletariado a las ciudades como consecuencia de la carrera armamentista y la acelerada industrialización.

En la película, se nos explica, también, las consecuencias de la Primera Guerra Mundial y el efecto contemporizador que tuvo el Tratado de Versalles de 1919, permitiendo, entre otras cosas, el triunfo del fascismo y el nacional-socialismo alemán. La historia de Alemania e Italia, sin ir más lejos, refleja hasta qué punto se pervirtieron las filosofía de Hobbes y Maquiavelo acerca de la necesidad de administrar gobiernos con la necesidad de que la virtud no fuese reflejada por pensamientos éticos y morales. Conforme uno ve la película y hace un agudo ejercicio de memoria histórica, se llega a la conclusión de que la grandeza de un país se manifiesta en los momentos de crisis, cosa que ni Inglaterra, Francia y Estados Unidos –quien, como ya sabemos, auspició la Sociedad de Naciones para luego protegerse por su posición geográfica privilegiada y dejar de lado el proyecto- supieron llevar a cabo cuando permitieron, desde un primer momento, que dos personajes históricos como Hitler y Mussolini, avivados por el resentimiento histórico producido por un tratado de paz que humilló a Alemania e Italia –a esta última, por las escasas ventajas que tuvo como potencia aliada-, respectivamente, desarrollaran sus políticas sin tener, prácticamente, oposición hasta que Churchill entendió a la perfección que la militarización sólo podía ser combatida con las mismas armas.

El final de la primera gran guerra, con la escena en la que Olmo llega a su tierra después de haber combatido en el conflicto bélico y ve cómo los terratenientes han prescindido de la mano obrera para sustituirla por maquinaria moderna, herencia directa de la Segunda Revolución Industrial, ilustra a la perfección la antinomia existente, muchas veces, entre el progreso y su adecuación a las necesidades sociales. Uno de los problemas recurrentes a lo largo de este siglo, ha sido, sin lugar a dudas, cómo contrapesar el avance tecnológico y el abaratamiento de la mano de obra. Fenómenos como éste, unido a la crisis de un sistema como el liberal que, por aquel entonces, se mostraba incapaz de optimizar recursos, como decíamos en el primer párrafo, llevó a que numerosos intelectuales de la época viesen necesario la fortaleza estatal mediante el corporativismo. En tiempos como aquellos en los que la inflación alcanzó cotas históricas y los ahorros de muchas familias de clase media desaparecieron tras la contienda, fue un punto de partida más que interesante para que la República de Weimar y el sistema monárquico de Víctor Manuel III fuesen demolidos, respectivamente. Y así llegamos, con el transcurso de la película, cómo, en la otra cara de la moneda, el comunismo asciende sobre la premisa de la justicia social y la demolición de los estamentos sociales. En 1919, la III Internacional se materializa sobre la base de de los llamados ‘frentes unidos’ para dotar de eficancia a un movimiento popular que, salvo en Rusia, poca pujanza tenía aún en Europa en comparación un sistema como el fascista el cual, en 1921, ya había dejado de ser marginal para penetrar en todas las capas de la sociedad. Y estas luchas se ven en la película, especialmente cuando los jornaleros, motivados por el revanchismo histórico, empiezan a aumentar sus demandas contra unos terratenientes, quienes protegidos por los adláteres del fascismo, no ven sino en su apoyo la única forma de frenar el bolchevismo.

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Sin lugar a dudas, la grandeza de Novecento, dejando de lado el guión, la fotografía, la música de Morricone y las interpretaciones de Depardieu y De Niro, es la capacidad para documentar a la perfección la bicefalia política que estaba empezando a gestarse. El sistema liberal, ensimismado en fortalecer unas instituciones que se habían mostrado inoperantes durante la carrera de armamentos anteriormente aludida y en el mapa político posterior al conflicto, no supo cómo evaluar el cambio político proveniente de Alemania y Rusia. Al mismo tiempo que se propugnaba un universalismo, fruto del pensamiento político del presidente Wilson, no se hizo ningún esfuerzo en integrar, en la medida de lo posible, a las potencias vencidas en la comunidad internacional. La política exige estadistas capaces de gestionar sus relaciones con el entorno y no sólo vivir de victorias; y, por ejemplo, la nueva Turquía de Kemal Ataturk, con su minucioso análisis histórico centrado en la nefasta política exterior turca basada en Oriente Medio del antiguo Imperio Otomano y no en Europa supo, a la perfección, aprovechar la situación para reformar profundamente el país y establecer un sistema parlamentario fuerte y democrático, en detrimento de la abulia de las democracias occidentales, las cuales, pensaban que la historia siempre estaría de su parte. Pero en la cinta de Bertolucci, no sólo se nos ilustra sobre la evolución política del continente europeo acaecidos durante el el primer tercio del siglo XX y el fin de la Segunda Guerra Mundial, sino en el papel que jugó la educación a la hora de acometer las transiciones: mientra el fascismo propugnaba la aniquiliación sistemática de aquellos pensadores contrarios al nuevo modelo, se ve en el film cómo los campesinos, apoyados en la idea de la cultura y la educación unificada como jalón del progreso, comparten lecturas en sociedad, mostrando el poco o escaso interés que mostró Europa por un sistema universal y no discriminatorio entre hombres y mujeres. En resumidas cuentas: un apasionante viaje a través de las entrañas del totalitarismo italiano y una de las grandes cintas europeas del siglo XX. Porque Novecento nos enseña, desgraciadamente, tal y como decía Hegel, que la historia primero es trágica, y luego cómica.

NOVECENTO – Bernardo Bertolucci (1978): una de las grandes cintas europeas del siglo XX

by: Alex Palahniuk

by: Alex Palahniuk

Veinticuatro años. Estudiante de Derecho, amante de la música, la literatura, el ensayo y apasionado de la escritura.

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