En su momento consideramos «Mindhunter» como la mejor serie estrenada el pasado 2018. Una truculenta historia sobre los miembros del FBI que comenzaron el estudio y acuñaron el término de «asesino en serie». Unas personas con pasión por su trabajo y al comportamiento psicológico pero con enormes carencias afectivas que van introduciendo al espectador en un mundo dominado por el mal, con psicópatas tan atrayentes como Ed Kemper o Richard Speck, capaces de hablar de manera natural de sus horribles crímenes.
Esta segunda temporada, si bien queda anulado el efecto sorpresa, es todavía superior pues el laberinto de sub tramas no demasiado bien desarrolladas de la primera entrega es compensado por una narración lineal que nos mantiene en vilo durante todos los nueve capítulos que la conforman. En el apartado de los psicópatas se pierde al poderoso personaje de Ed Kemper, que sí aparece en un casi cameo, pero, a cambio, tenemos a dos conocidos homicidas como «El Hijo de Sam» y un Charles Manson que queda retratado como un imbécil con ansias de triunfo y destacar (casi el mismo retrato de sus seguidores «hippies» en la estupenda, e incomprendida por muchos, última película de Tarantino «Érase una vez en Hollywood»). Son secundarios de una trama principal que nos conduce a Atlanta donde un «serial killer» está secuestrando y matando niños de raza negra. De nada sirve la ciencia cuando se apela a lo sentimental y visceral. Y así observamos como las investigaciones son boicoteadas por unos políticos que necesitan rédito electoral ante la masa enfurecida, como sucedía en esa obra maestra de Arthur Penn que era «La jauría humana». Interesante separación a favor del pensamiento crítico, la razón y la ciencia frente a los argumentos sentimentales, populistas y carentes de lógica que no suelen conducir a la verdad sino a una resolución política, en el peor sentido de la palabra.
Como es «marca de la casa» el tono es frío y sombrío, en la línea de las producciones de David Fincher (donde el mal suele triunfar), con un ritmo que roza la perfección y que intercala al inicio y al final de cada capítulo, la evolución de ese personaje que vive en Kansas City y del que no sabemos nada aunque observamos como sus parafilias sexuales van en aumento. Por cierto, es espectacular el comienzo cuando la esposa de este sujeto descubre sus antinaturales prácticas mientras suena el «In every dreamhome a headache» de Roxy Music como si de una cinta de terror se tratase. Es lo más destacable de una excelente selección de canciones unidas a la espectacular banda sonora de Jason Hill.
El producto de Joe Penhall funciona como un metrónomo dotando de profundidad a cada personaje, sobre todo a los principales, aportando más contenido al rol de Holt Mc Callany, con un perturbador asunto doméstico. Jonathan Groff sigue transitando en esa delgada línea roja que separa la cordura de la locura y Anna Torv sigue inmersa en la lucha consigo misma, no conciliando su complejo trabajo con su vida amorosa. Lo entendemos, pues cuando alguien convive con esos «renglones torcidos de Dios», esos desechos de nuestras sociedades de consumo es complicado que no se le agrie el carácter. Citando a Nietsche «cuando alguien mira fijamente al abismo, el abismo también le mira a él». Eso nos muestra esta magnífica propuesta de la televisión contemporánea, una de las mejores del catálogo de Netflix. A ver que nos espera con su tercera temporada.
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