La cocina gaditana cada vez está más en alza gracias a sus privilegiadas condiciones, con una costa espléndida, una sierra magnífica y unas salinas que consiguen unos pescados y mariscos sorprendentes. De hecho, junto a un estero se sitúa el Restaurante Popeye, en la carretera de Sancti Petri, en la localidad de Chiclana de La Frontera. Todo un clásico de la zona, abierto en 1970 y que tras años de dedicación y una primorosa reforma se ha convertido en uno de los referentes entre los extraordinarios locales que tiñen la costa chiclanera.
Nada más llegar, se agradece el aparcamiento para clientes, con lo que uno puede desentenderse de la molestía de encontrar un hueco para el coche y pasar con tranquilidad al interior; con cuatro salones y una zona de tapeo, junto a la terraza exterior. El elegido para la comida era el llamado «Salón Titanic», imitando un camarote de barco, con vista directa al estero. Un sitio idílico para una comida en grupo, un reservado con encanto y separado del resto del restaurante, y donde según nos acomodábamos pedimos unas cervezas para empezar. Se trataba de la Blanca y Verde, cerveza artesana local, en dos variedades: una maravillosa» lager» de nombre Levante y otra no menos deliciosa «dunkel» de nombre Poniente, homenajeando a los vientos de Cádiz. Un perfecto aperitivo que nos ayudaron a pasar con unas «papas aliñás» y unas aceitunas. Ya con el obsequio se nota el por qué han recibido numerosos premios por su promoción al turismo de Chiclana.
El ágape comenzaba con una serie de aperitivos, que nos sorprendieron de forma grata, pues primero llegaban unas croquetas de jamón, de buen tamaño, complicadas de comer de un bocado, con una masa fina, cremosa y donde se podía notar el sabor de la materia prima, presentadas en unos divertidos mini carros de supermercado en un plato que imita el suelo, donde se incluye una muestra de mahonesa por si alguien quiere mojar (aunque no terminamos de entender esa combinación pues la croqueta no necesita ningún aditamento).
Continuábamos con el pincho de langostino con queso, bacon y salsa asiática, envuelto en una fina pasta brick y donde se combinaban e integraban los diferentes ingredientes sin resultar pesado al estómago.
En ese momento aparecía un «tendío» de anchoa y tosta de salmorejo, unas espléndidas, por tamaño y sabor, anchoas del cantábrico presentadas en una bandeja donde en la parte inferior se colocaba una pequeña rebanada de pan con el salmorejo y colgadas de unas pequeñas pinzas para tender, la semi conserva. Trabajada presentación que dejaba paso a un plato rectangular de pizarra negro con unos delicados rollitos de salmón rellenos de tartar de atún y coronados por una ensalada de alga wakame. Interesante combinación que gustó y que alabamos, ya que mantiene la esencia de la cocina mediterránea pero incluyendo algún toque de fusión japonesa. Se nota que las raciones están meditadas y no es producto de la improvisación.
Dejando lo asiático llegaron unas patatas bravas con carne picada y una rodaja de queso de cabra, un elegante tex-mex pero que se debería pedir al inicio, pues era demasiado potente y quitaba el gusto del anterior y que sirvió de colofón a los aperitivos.
Popeye tiene unas estupendas carnes y unos contundentes arroces, no me cabe duda, pero sus pescados de roca son dignos admiración y no podíamos pasar la ocasión. Nos ofrecieron corvina, pargo o urta, eligiendo esta última. La hacen al gusto del cliente, bien a la plancha, en una salsa especial llamada como el restaurante, a la roteña (con vino y tomate), al coñac o a la marinera, cosa que fue nuestra opción. Pescado fresco de unos 350 gramos bañado en una salsa con base del fino de la zona y aderezado con langostinos, almejas, mejillones y esparragos. Todo en su punto, manteniendo los tiempos a la perfección, con la salsa ligada, donde notábamos la justa acidez del vino integrada a los mariscos, pero sin remitir un instante el sabor del producto estrella. Una urta inolvidable que esperemos repetir. Se maridó con una copa de Tierra Blanca, un blanco gaditano hecho a base de Palomino Fino, que aunque no tenga demasiadas cualidades organolépticas casaba con el pez.
Aunque no era necesario, el remate final fue un surtido de postres para compartir con sus tartas, tanto la de chocolate como la de queso con fresas, el casero flan de la casa y unas pannacottas de tamaño individual. Rico, sin más, aunque es cierto que cada día es más complicado que nos sorprendan con un postre.
Popeye es uno de esos locales con encanto, que tiene la fortuna de servir tanto para un almuerzo informal, un tapeo en barra o un evento grupal. El sitio tiene su atractivo pero donde ofrecen su punto definitivo es en el mimo, el gusto por el producto y el trato que dispensan a su cocina. Y además con un equipo profesional que prestan un servicio atento y esmerado. Lo que es complejo es un espacio para tan distintos comensales y de respetable tamaño.
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