Jueves, 9 de la noche, Noviembre. Hemos estado por la tarde con los niños en el parque y ya están bañados y cenando. Me encuentro a mí mismo en la disyuntiva de ponerme el pijama y ver plácidamente en el sofá con mis hijos y mi mujer un cachito de El imperio contraataca o vestirme de aficionado al rock añejo (ajada camiseta de Pink Floyd) y cruzar toda la ciudad para ir a ver a los Howlin’ rain. Los he descubierto hace poco pero me gustan. Y mucho. No me conozco los nombres de sus canciones pero me gusta su forma de entender el rock. Pero ayer ya estuve de concierto y pasé un rato estupendo con los Delta Saints. Esta vez no va ningún colega, tampoco es problema, estoy acostumbrado a ir solo. Se hace tarde. Mi mujer, bendita santa, ahora que no nos oye, me dice que vaya tranquilo, que la situación en casa está más que controlada. Ahí que nos vamos.
Howlin’ Rain venían al XXX Bourbon La Ley Seca Festival a defender su último disco Mansion songs. Para quienes no los conozca, que debe ser casi todo el mundo viendo el aforo que presentaba la Sala López, los de Oakland ejecutan un poderoso Blues rock con tintes psicodélicos, todo muy años 70. Howlin’ rain gravitan en la órbita creada por Allman Brothers, Grateful dead o Creedence clearwater revival pero sin ser un calco. Vamos, que tienen personalidad propia.
El show empieza de forma poco espectacular, los músicos salen a escena y empiezan a afinar sus instrumentos como si tal cosa. Nada de glamour o postureo barato. Más que el singular frontman Ethan Miller (no puedo evitar que me recuerde a El topo de Jodorowsky), me llama la atención el bajista Jeff McElroy. El tipo parece salido de El alambique veloz de la serie Los autos locos y usa un extraño engendro con dos mástiles, el tipo ha unido un bajo y una guitarra en un único instrumento. El ambiente es frío, hay poco público y parece intimidado por las pintas del grupo. Sin embargo, cuando estos tipos empiezan a tocar la cosa cambia radicalmente.
Howlin’ rain son un jodido torbellino sobre un escenario. Da igual que no te sepas al dedillo sus canciones o que sea la primera vez que las escuches. Suenan brutalmente bien y te ganan por la fuerza. Por momentos su rock de raíces sureñas se convierte en lisérgicas jams de impredecible resultado. La banda es todo un torbellino que aúlla rock a toda velocidad. Miller se revela como un gran cantante capaz del susurro casi propio de un crooner al grito más desesperado. Una vez más me parece que la voz suena algo baja desde donde yo me encontraba, debe ser difícil destacar entre tanto instrumento que ruge furioso.
Cuando ha pasado una hora desde el inicio, el grupo se despide y deja el escenario. Volvieron a salir. A modo de bis, Ethan Miller bajó del escenario para cantar un último tema entre el público (que seguía algo intimidado, la verdad). Un expresivo gesto gesto del batería hacia el técnico de la sala indicaba que el show había acabado. Fue una hora de show, me pareció poco pero me dejó satisfecho. La desgarradora medicina sonora de Howlin’ Rain es mejor tomarla en pequeñas dosis. Se podrían haber estirado un poco más, es cierto, pero lo que ofrecieron fue de alto nivel.
¿Valió la pena el viaje? Pues claro que sí, hombre.
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