Siempre es interesante y positivo que alguien como Paul Schrader vuelva al “centro del debate” con una nueva película pues el responsable de obras como “American Gigolo”, “El beso de la mujer pantera” o “Posibilidad de escape” representa el llamado “Nuevo Hollywood”, una generación de grandes cineastas que ofrecieron desde los setenta una nueva visión al anquilosado cine del pasado. Nombres que se emparentan con los Spielberg, Scorsese, Lucas o De Palma. Por lo tanto, estamos hablando de alguien fundamental en la historia del séptimo arte, con una obra que gira en torno a la culpa y la redención, marcado por su educación calvinista y con unos largometrajes que giran sobre esas segundas oportunidades que le acercan a cineastas como Robert Bresson, un mito que definió a la perfección en su libro sobre el cine trascendental que sumaba al director galo, otras figuras de capital importancia como el danés Dreyer o el japonés Ozu.
Con “El maestro jardinero” parece culminar una trilogía sobre hombres solitarios en busca de la redención, tras las estupendas “El reverendo” y «El contador de cartas». Quizás esta sea la más accesible pues no tenemos los problemas morales del sacerdote de la Iglesia Reformista Holandesa con el cambio climático y el capitalismo, ni los deseos de venganza del tahúr ex presidiario. En “El maestro jardinero” la redención parece ser el amor, en un tipo con un oscuro pasado que parece hundirle el futuro pues el presente lo lleva bien, con una nueva identidad y un trabajo que domina aunque no le permite entablar apenas relación con nadie.
Y en este tipo de redenciones, Schrader se mueve “como pez en el agua” ofreciendo otro personaje que con su voluntaria soledad parece intentar redimir su culpa. La tensión se genera al conocer a la sobrina nieta de su jefa, con la que entabla una relación que supera el maestro- discípula para adentrarse como Pigmalión en los terrenos del romance. Además con el punto de ser chica mulata que contrasta con sus antiguos tatuajes de corte neonazi y supremacista blanco.
Para ello, se basa en un guion que sin ser tan bueno como historias anteriores sí funciona y deja cierto poso del talento que atesora Schrader en sus mejores libretos, sumado a un gran ejercicio de puesta en escena, diálogos, en más de un momento, brillantes y unos actores que consiguen que su argumento sea más creíble, con un acertado Joel Edgerton (elegido por ser un remedo de Robert Mitchum, según palabras del propio Schrader) que despliega una interpretación calmada y nostálgica, junto a la eficiente Sigourney Weaver y el descubrimiento de Quintessa Swindell que defiende a la perfección un papel escrito para Zendaya.
Cine de quilates realizado por un nombre importante del cine. Alguien cerca de los ochenta años que echaremos de menos cuando deje de plasmar en pantalla sus obsesiones pues poco relevo hay entre los cineastas actuales a este cine introspectivo y casi religioso.
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