No se trata de que el personal se case o no se case: al parecer, se han quedado en el dilema de si tienen que unirse —o desunirse— en matrimonio o, más bien, permanecer en un estado de pareja que cabalmente no entienden porque ninguna tradición los respalda, y se han quedado solos el uno con el otro: ni siquiera saben si quieren tener hijos, porque son muy caros o anticipan que el mundo –si no se extingue– los devorará como a tiernos corderillos.
Pero se trata de un dilema falso, de un falso dilema, ya que el asunto real es solamente el amor: si todavía hay algo que se pueda llamar así, si el amor tiene algún valor para alguien, si esa palabra ya muerta significa algo.
Tienen –esas parejas que no se casan porque no saben qué deben sentir cada uno por el otro– un problema mucho más serio que dar dignidad a su convivencia, que es lo que los mantiene perplejos desde que decidieron no casarse.
Se trata del amor: no de la palabra, sino de la realidad del amor, que sigue ahí, escondido, como siempre, como siempre, porque el amor siempre ha estado muy escondido y hasta hace poco funcionaba el engaño que, de pronto, por fortuna, ha dejado de funcionar: casarse en matrimonio no trae el amor por sí mismo, ni deja de traerlo. Se daba por supuesto, pero era un supuesto del todo falso: por eso, muchas veces, tal vez demasiadas, eran los amantes los que sabían qué era el amor: una realidad muy intensa y muy peligrosa, que debía mantenerse en la clandestinidad para no asustar a los ciudadanos, que nunca/nunca habían sabido nada del amor, aunque todos ellos creían que sí, que querían a sus hijos y a ratos a la parienta, y hasta se atrevían con la querida, que a las dos semanas era tan insoportable como la parienta.
Y, de pronto, las parejas que no se casan no saben si se quieren, no saben cuánto se quieren, ni si se quieren lo suficiente como para tener hijos o para no tenerlos. Por primera vez tienen que dar una respuesta personal, propia, a esa realidad que sólo han conocido como supuesta, como dada siempre por supuesta.
Sus padres solucionaron el asunto del amor como si, es decir, casándose, porque cualquier otra opción era más bien algo que se veía en las películas, y a menudo sólo en las películas censuradas o de arte y ensayo.
Así que tenemos a los chicos viviendo en pareja pero indecisos, perplejos: no acaban de darse cuenta de que la única pregunta que se les presenta, la única pregunta real —y para responderse a sí mismos, no al párroco o a los suegros o a los amigos—, es sencilla, simple: qué coño es el amor, la realidad del amor, si es que realmente es algo y no sólo una filfa que hasta ahora permitía que las familias funcionaran, más o menos, un supuesto que nadie, casi nadie conocía en realidad y en directo.
Estamos esperando su respuesta, si es que se puede esperar la respuesta a algo así, al amor, a esa realidad siempre desconocida y oculta que estos chicos que no quieren casarse se han encontrado de frente, de pronto, aunque posiblemente no lleguen a saberlo, y se les pasen los años entre ponte bien y estate quieta: creyendo que es un asunto social, en vez de caer en la cuenta de que, después de muchas generaciones de engaños y supuestos, por primera vez pueden plantearse si el amor real tiene algo que ver con ellos y, si caen en la cuenta y tienen coraje, hasta pueden dar una respuesta personal, propia, única, sin antecedentes, que es la única que el amor real acepta.
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