Sin duda Jessica Chastain es una de las actrices más dotadas de su generación demostrándolo en cada trabajo. Por lo tanto parece increíble que sólo cuente con dos nominaciones al Oscar y ningún galardón. Por “Los ojos de Tammy Faye” es posible que amplíe su número de candidaturas, como fue el caso en los Globos de Oro, pero no hay muchos motivos para la esperanza de conseguir el ansiado premio. El motivo: ella es el principal activo de la cinta y su razón de ser. Sin su formidable interpretación y, en menor medida, la de Andrew Garfield son lo más destacado de un filme de ascenso y caída que tanto gustan en los Estados Unidos.
El guion de Abe Sylvia nos cuenta como una pareja desde la nada llegó a conquistar el cotizado mercado televisivo religioso y como su dispendio económico, su elevado tren de vida y algunos movimientos bancarios erróneos les condenó al ostracismo a ella y a la cárcel a él. Como es normal en una producción “hollywoodiense” la crítica es total y absoluta, tanto a la moral evangelista, sus contactos con la política conservadora de Reagan, la incultura de sus opiniones manipulando a la audiencia y, por lo tanto, lucrándose. El único detalle positivo y por el que intentan redimir al personaje femenino es que intentó luchar por los derechos de los homosexuales (lo que se apunta que fue uno de las principales motivaciones para ser cancelada desde los grupos de poder mediáticos dentro de la religión evangélica). Este desprecio absoluto a sus ideas y hechos se demuestra en que, sorprendentemente, no existen en esta producción ningún personaje “racializado” y el tema “gay” es secundario. Una cosa que desde «El diablo a todas horas» no veíamos. Ambas películas tienen en común el ataque a esa América conservadora y puritana, votante republicana que a los grandes estudios californianos parecen molestar.
En “Los ojos de Tammy Faye” tenemos una correcta ambientación de la década de los setenta y los ochenta, con un color saturado en la fotografía de Mike Giolakis acrecentando la sensación de exceso del matrimonio Bakker, tanto en su hogar, su altísimo ritmo de vida y los estrambóticos maquillajes y vestuario de Tammy Faye Bakker, a la que desde el principio en la escena de la iglesia deja claro que es una arribista que quiere llegar a lo más alto aunque para eso tenga que mentir y actuar, cosa que en todo momento sabe su madre. La puesta en escena de Michael Showalter es demasiado televisiva y más parece, en más de un momento, un telefilm que una producción de una “major”. Incluso hay escenas incomodas que bordean el ridículo como el adulterio con su productor musical, donde decide no practicar el coito por sentimiento religioso y comportarse como antiguos adolescentes frotándose por encima de la ropa.
Entre la irregularidad de las más de dos horas de metraje destacan, como escribimos más arriba, una imperial Jessica Chastain que otorga profundidad a su personaje y superando las prótesis puestas en la boca en el más puro estilo de Marlon Brando en “El padrino”, imitando la voz a la perfección (como podemos ver en los créditos finales) y resultando natural en una persona tan poco natural. Ella es lo más destacado de un reparto donde también funciona Andrew Garfield que tiene un papel menos dotado para el lucimiento pero que lo lleva a su terreno sin problema y como villano resulta eficiente Vincent D’Onofrio.
Una oportunidad perdida para abordar este interesante tema pero parece que en estos tiempos es imposible pues sólo hay una moral válida y cualquiera que se salga de este redil corre riesgo de que su trabajo no se pueda ver al ser cancelado por la nuevas élites que han erigido un nuevo paradigma moral, casi más pernicioso que estos evangelistas que se volvieron millonarios gracias a su enseñanzas en televisión.
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