Clint Eastwood es el último cineasta clásico. Alguien que parece que dirige de otra forma, lejos de esos videoclips actuales donde el plano tiene una duración ínfima. Da gusto ver, como sucedía en «El irlandés» de Scorsese, como las secuencias no se limitan al plano- contraplano televisivo ni a alambicados ejercicios de posmodernismo con imposibles picados, contrapicados o planos secuencias. Aquí las escenas se suceden de forma natural, la cámara se mueve explicando de forma admirable lo que se cuenta, siempre en el lugar adecuado. Como escribió Andrei Tarkovsky en su imprescindible “Esculpir en el tiempo” para definir la puesta en escena como “movimiento de objetos y personas a voluntad dentro de la superficie de la toma”.
Y además Eastwood es un trabajador incansable, alguien que ama la profesión y con 89 años sigue realizando maravillas como “Richard Jewell”, tras su estupenda anterior «Mula». Es ese incansable ejercicio por seguir “en la becha” ha tenido errores como «Jersey Boys» o “15: 17 Tren a París”, lejos de sus mejores trabajos, aunque la última citada se emparenta con “Richard Jewell” en la idea de héroes anónimos estadounidenses, aunque más con esos seres incomprendidos y maltratados por el gobierno como el Bradley Cooper de «El francotirador» y, sobre todo, el Tom Hanks de «Sully». Dos personajes que pasaron de héroes anónimos a villanos por poderosos intereses que lo único que deseaban era tapar sus errores culpando a una sola persona. Sully salvaba el pasaje al amerizar en el río Hudson pero la aerolínea le culpaba de no salvar el avión y emprendía una investigación fraudulenta. Aquí Jewell es un “don nadie”, simplón y con ansias de triunfar como agente del orden. Su descubrimiento de la bomba en la Atlanta olímpica salvó muchas vidas pero el FBI no tenía sospechoso, así que cargó el “muerto” a este “pobre diablo”. Las fuerzas de la ley no salen bien paradas, como sucede con la prensa donde la reportera encarnada por Olivia Wilde utiliza los peores recursos imaginables para conseguir su exclusiva, aunque sea falsa y casi inventada. Todo narrado con pulso, emocionante y desgarrador, mejorando el buen guion de Billy Ray, donde se nos muestra la eterna lucha del individuo contra el gobierno, del uno contra todos, del “David” frente a “Goliat”. Como en “Solo ante el peligro” o los William Munny o “El predicador” de “Sin perdón” o “El jínete pálido”, Richard Jewell con la ayuda de su abogado, otro hombre que entendemos que ha dejado un bufete de prestigio por amor, y su madre emprenderá una cruzada contra los poderosos para salvar su nombre.
Y si es vibrante la historia y su dirección, no es menos brillante su reparto encabezado por el desconocido Paul Walter Hauser, al que solo habíamos visto de delirante guardaespaldas de Margot Robbie en la interesante «Yo, Tonya» que realiza el papel de su vida acompañados de unos espectaculares Sam Rockwell, cada día mejor actor, y Kathy Bates y como el reverso oscuro Jon Hamm y Olivia Wilde. Por cierto, aparecen como productores Jonah Hill y Leonardo Di Caprio, actores que hubiesen funcionado también como protagonistas.
Otra genialidad de Eastwood, que se mueve “como pez en el agua” en estas tragedias humanas plagadas de liberalismo y donde no se resiente las dos horas y diez minutos de metraje en ningún momento, merced a un ritmo maravilloso, donde la edición de Joel Cox mucho tiene que ver, junto a esa fotografía de tonos sombríos de Yves Belanger y la banda sonora de Arturo Sandoval que parece compuesta por el propio Eastwood. Un maestro del séptimo arte.
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