«Yo, Tonya» representa el reverso oscuro del «american dream». Una mujer hecha a sí misma, con todo el talento del mundo pero que provenía de una familia disfuncional y con un matrimonio y un entorno alejado de lo necesario para una deportista de alto nivel donde solo su primer entrenador parece salvable y que cuando es expulsada los resultados empiezan a caer hasta que vuelve a ser repescada volviendo a la élite del patinaje y a competir en sus segundos Juegos Olímpicos aunque también llegó el ataque a Nancy Kerrigan que marcó su carrera. Uno de los muchos «juguetes rotos» en una competición individual donde prima tanto la ejecución como la presencia física y donde una patinadora artística de clase baja, rudos modales y proveniente del medio oeste (en concreto, Portland) se convertía en la primera fémina en completar un «triple axel», un movimiento complejísimo en los noventa y que a pesar de su nula educación y sus problemas con los jueces tuvo una enorme repercusión hasta que las cámaras se posaron en la más «modosita» y «glamourosa» que encarnaba mejor los valores estadounidense frente a Harding y su entono convertidos en lo que despectivamente se denomina «basura blanca».
Este «circo mediático» ha sido reflejado por Craig Gillespie con muchos más aciertos que errores, convirtiendo su película en una sorpresa que creemos que ha sido tratada de forma injusta pues las tres nominaciones se antojan insuficientes ante otros productos menores, como «Ladybird», por decir otra protagonizada por mujeres, que sin embargo es más «políticamente correcta», pues «Yo, Tonya» está narrada con un sentido del humor, irónico y brutal, con muy «mala uva» y donde nadie es inocente, sacando los peores defectos del ser humano como la mezquindad, la envidia y el resentimiento mezclado con la soberbia y la mentira, merced al buen guion de Steven Rogers al que la puesta en escena de Gillespie mejora, con un híbrido de «biopic» con sus tintes de drama pero contado en forma de falso documental y altas dosis de comedia negra, convirtiéndola en su mejor trabajo hasta la fecha plagado de títulos mediocres como el innecesario «remake» de «Noche de miedo», una historia típica americana de superación y beisbol como «El chico del millón de dólares» y su anterior «La hora decisiva». Gillespie rueda con brío y el argumento avanza manteniendo el interés, jugando con el ascenso y caída de su protagonista bien ambientado, con la gélida fotografía de Nicolas Karakatsanis que refleja el mundo donde se mueve Harding y un montaje excepcional de Tatiana S. Riegel y potenciada por una selección de canciones a ritmo de «rock & roll» con «Violent femmes», «Sioxsie», «Heart», «Supertramp», «Dire straits», «Bad company» o «Fleetwood Mac». Y todo con unas interpretaciones soberbias, encabezadas por una antológica Margot Robbie, cada largometraje mejor actriz y que consigue lo imposible y es que sin demasiado maquillaje ni caracterización resulte un ser vulgar sin demasiado atractivo y acompañada por una Allison Janney, favorita para ganar el Oscar a la mejor secundaria que compone una madre autoritaria, sin un ápice de empatía pero en el fondo humana ya que la brutalidad de su carácter y su mal trato hacia su hija se debe a que solo desea su triunfo en la vida. Aunque el maltrato de verdad llega por su marido, encarnado por Sebastian Stan, un fanfarrón sin educación pero enamorado de su esposa, que lo mismo la golpea como prepara el ataque a Harding, sin saber canalizar su amor hacia ella y ayudado por una amigo todavía más «patán» y con ínfulas de guardaespaldas interpretado por Paul Walter Hauser y donde la única persona normal y coherente es quien entrena a Harding, una Julianne Nichols con un papel menos lucido pero igual de brillante que el resto, aunque tal pléyade de «zumbados» acabe por resentir el resultado final que por otro lado es más que aceptable. Recomendable.
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