El aislamiento como prefacio de la locura es un tema que ha desarrollado el cine desde tiempos inmemoriales, con ejemplos maravillosos como «El viento» de Sjöstrom, con la que «El faro» guarda ciertos paralelismos, o la «opera prima» de John Huston con «El tesoro de Sierra Madre», aunque con el motor de la codicia como arranque para la pérdida de la cordura. Un argumento que siempre ofrece una búsqueda de la psique humana, como alguien bueno puede convertirse en malo, solo por la soledad o la falta de comunicación, la envidia, la avaricia u otros defectos que afloran en determinadas ocasiones en la condición humana.
Con estos mimbres Robert Eggers ha compuesto un complejo pero apasionante largometraje que parece destinado a una minoría, ya que todo su planteamiento se cimenta en puntos anticomerciales a más no poder. El primero, es obvio, es el blanco y negro que se elige como operación estética, como sucedía en su espectacular debut con «La bruja». No tenemos claro las motivaciones que le han llevado a optar por este formato (igual que la pantalla en 4:3) pero la fotografía de Jarin Blaschke termina por resultar atrayente, dentro del guion de Robert y Max Eggers donde vuelve a usar tramas del cine de terror para ejercitar una puesta en escena (que como sucedía en «La bruja») que recuerda al mejor Andrei Tarkovsky, sin duda el realizador que mejor ha filmado el agua. Todo ello nos conduce a una voluntad de evitar al gran público, aunque pensemos que los ciento diez minutos se antojan excesivos y muchas escenas se repiten, como el protagonista trabajando día a día, aunque sea un recurso voluntario para ofrecernos la condición necesaria para que el joven acabe con la mente perturbada. Parece claro, que si se consigue entrar en lo que ofrece Eggers, como director, en su puesta en escena de grandes silencios, charlas complejas y planos largos y cadenciosos «El faro» resultará tan enigmática como interesante. Todo aquel que desconecte dudo que pueda soportar lo que está viendo, aunque sea la mitad del metraje.
Y para rematar, solo dos actores, como en «La huella», pero a diferencia de la obra maestra de Mankiewicz, estos dos personajes no poseen ironía ni hay juegos de palabras y motivaciones personales. Sólo son dos hombres que han llegado a una remota isla de Nueva Inglaterra a finales del siglo XIX para cuidar de un faro durante un mes. Uno es experto e irascible, el otro más joven, servirá de apoyo en las labores cotidianas más duras. Sin nada que hacer, ante el viento y la fuerza de los temporales, recurrirán al alcohol para ir perdiendo la cabeza y el sentido de la dignidad. Humillaciones, trato vejatorio y conductas contradictorias que hacen que lo mismo sean amigos que se evidencie una lucha de clases. Para esta titánica labor se debe tener a dos intérpretes de talento (como sucedía con Laurence Olivier y Michael Caine), cosa que demuestran el siempre eficaz Willem Dafoe como un Robert Pattison, quien hace tiempo que dejó atrás el estigma de «Crepúsculo» y se ha convertido en uno de los más dotados de su generación. Los dos están brillantes, dotando a sus roles de una cantidad de matices extraordinarios, salvando múltiples escenas que en manos de otros más limitados llegarían a la vergüenza ajena. A ello ayuda una banda sonora efectiva, unos recursos narrativos que juegan con la leyenda, la alegoria y la monstruosidad, como la sirena que aparece en recurrentes pesadillas, más unos efectos de sonido que hielan la sangre, con el viento y el rugido del océano como involuntarios protagonistas.
Eggers ha vuelto a construir un relato atípico, con una forma de plasmar sus ideas en pantalla más propias del cine independiente o centroeuropeo que del estadounidense de Hollywood. Una forma de entender el séptimo arte que recuerda a otros tiempos y latitudes. Nos parece superior «la bruja» pero alabamos el crear tensión con tan bajo presupuesto y con una propuesta tan arriesgada, que sigue demostrando que la productora A24 es una «rara avis» en el panorama cinéfilo y revolucionaria en su búsqueda de historias como las de Eggers o las de Ari Aster («Hereditary» y «Midsommar»).
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