Es una creencia común el hecho de que en agosto en Madrid no pasa nada. Principalmente porque no suele haber nadie (o eso piensa la gran mente colectiva), y claro, sin gente es lógico que no ocurra nada. Pero vengo a desmentirlo. En Madrid en agosto pasan muchas cosas, y algunas, como el caso nos hoy nos ocupa, concentran muchísimas sensaciones en un corto espacio de tiempo.
No hicieron falta ni dos horas. A la entrada en la sala La Riviera ya se podía sentir la electricidad de una sala completamente atestada de fanáticos que querían su dosis de The Cult. El motivo detrás de su visita fue la celebración del trigésimo cumpleaños de su obra Sonic Temple, pero yo diría, y para bien, que fue una casual excusa. Como era lo esperado, comenzaron con “Sun King” y su arpegio de bajo totalmente identificable y deleitable. Acto seguido, muchos pensamos (o al menos yo) que la noche iba de calcar el disco en orden en que ha lleva sonando desde seis lustros y, con suerte, algún que otro clásico como bis. Pero nos engañaron.
Sí que sonaron más coplas de Sonic Temple, como fueron “New York City”, “Soul Asylum”, “Automatic Blues”, “American Horse”, “Sweet Soul Sister”, “Eddie (Ciao)” y la desadísima “Fire Woman”. Pero después rompieron las barreras que nosotros les habíamos — equivocadamente — impuesto y comenzaron a moverse a lo largo de su discografía.
Primeramente con “Rise” y “American Gothic” de su maravilloso Beyond Good and Evil que, entre vosotros y yo, no me hubiese molestado en absoluto que lo tocasen al completo (más bien al contrario). Con “Spiritwalker” dieron un paso hacia su primer álbum, para luego avanzar dos casillas que correspondían a Love, en concreto “The Phoenix” y el clásico “She Sells Sanctuary”, que dio paso a un parón breve que se rompió en tres partes más que señaldas “Wild Flower”, “Rain” y “Love Removal Machine”.
Pero todo lo anterior se queda en segundo plano si atendemos a lo que realmente vivimos: una avalancha de rock de las que te dejan convaleciente durante semanas, meses e incluso años. La banda se unió en comunión con los asistentes para que la ceremonia llegase a su clímax. Y creedme que llegamos todos. Era imposible no contagiarse, la pasión estaba por todos sitios. Así que lo mejor era dejarse llevar y gritar como si las voces rompiesen el cielo.
Cuando todo terminó salimos a la calle y vimos los efectos secundarios del concierto reflejados en el exterior. La lluvia y el viento eran los dueños de Madrid, pero no de nosotros, ya que fueron nuestras voces las que invocaron la tormenta.
Así sí que se disfruta un concierto. Llegamos pronto mi hermano y yo, para ver a The Cult, y la recompensa fue tener a mi ídolo de la Les Paul y la Gretsch White Falcon a dos metros de distancia, disfrutando sus guitarreos cada vez que se acercaba al borde del escenario. No fueron pocas. Creo que es el concierto de una banda de nivel que más he disfrutado en la vida, y me confirma una vez más que nunca me gustaron los conciertos en estadios. Cada vez que voy a uno salgo con la sensación de haber tirado el dinero. Con The Cult, los 38 euros sirvieron para comprar una sensación totalmente agradable y perdurable en la memoria. Conciertazo.