La primera vez que escuchamos el nombre de Julian Schnabel fue con el estreno de su primera cinta «Basquiat», interesante retrato del autor que fusionó el «graffitti» con el «pop art», movimiento que en aquellos mediados de los noventa nos interesaba, tanto Warhol como Lichtenstein. Indagando en su biografía descubrimos que Schnabel también era pintor, concretamente un post expresionista, otra vanguardia que admiramos desde Rothko a Pollock pasando por De Kooning en una de las primeras exposiciones del recién inaugurado Guggenheim Bilbao, hasta llegar a ver expuestas un par de obras suyas en el Tate Modern londinense también recién abierto. Pasaron los inviernos y ese fulgor de los veintitantos años se fue apaciguando y, aunque nunca ha dejado de interesar, ya no tiene esa capacidad de sorpresa el descubrir nuevos mundos pictóricos. De hecho, hemos perdido la pista al Schnabel pintor siguiendo la proyección del Schnabel cineasta. Un cine que transita entre lo culto y lo sensible, como en la irregular biografía del poeta Reynaldo Arenas titulada «Antes que anochezca», que le valió a Javier Bardem su primera nominación al Oscar o su elogiada «La escafandra y la mariposa» que le valió múltiples premios, como en Cannes o en los Globos de Oro.
De nuevo, vuelve a narrar vivencias de un pintor con su nueva obra. En este caso, los años que Vincent Van Gogh vivió en el sur de Francia, donde pintó obras maestras que hemos podido ver en el Moma neoyorkino, la National Gallery londinense, el Orsay parisino o en la mítica exposición de hace algunos años en el Thyssen madrileño. Un fructífero periodo en la vida del holandés, sin duda el más atrayente para el cine, recordando «El loco del pelo rojo» de Vincente Minelli como primigenia hasta llegar el pasado año con la estupenda «Loving Vincent». Schnabel fecha su historia desde su mudanza en 1886 hasta su extraña muerte en 1890. Allí compartirá el amor a la vanguardia, con otro incomprendido como Paul Gauguin y su estado mental degenerará hasta acabar ingresado en un psiquiátrico.
En este caso, lo que se cuenta es más interesante que como se cuenta, pues Schnabel ha decidido dotar a su película de un tono experimental en la puesta en escena, intentando hilar su argumento en una primera parte de estructura lineal para a partir de perder la oreja a otra paralela, que al final acaba resultando desconcertante. Lo mismo sucede con la división de capítulos mediante largos fundidos a negro con diálogo, cosa que hemos podido ver hace bien poco con el estreno de «La casa de Jack» de Lars Von Trier, aunque en la comparación gana por goleada el danés sobre el estadounidense. Unos recursos que no ayudan al ritmo. Y si el montaje es polémico, más es la dirección, ya que es de una irregularidad manifiesta. En el capítulo positivo, la ambientación es fabulosa y la parte donde Van Gogh pinta es envolvente y fascinante, rodada de forma académica y apoyándose en una extraordinaria fotografía de Benoit Delhomme. Incluso hay escenas magníficas como Van Gogh visitando el Louvre buscando un diálogo silencioso con otros grandes maestros. Ese espíritu es el que tiñe el largometraje y se nota la mano en el guion de un autoridad como Jean- Claude Carriere, autor de algunos de los mejores «libretos» de Buñuel. Pero esas notas brillantes se ensombrecen por un cúmulo de despropósitos en la elección de planos, comenzando con un exceso de cámara al hombro en la primera parte y de primeros planos artificiosos en los diálogos. No es lo peor, pues a partir del corte de oreja y para resaltar la poca estabilidad mental empieza a desenfocar parte de la imagen. Una técnica molesta en grado sumo que, para desgracia de los sufridos espectadores, está empezando a ponerse de moda entre una generación de creadores. A eso hay que sumar una banda sonora de la desconocida Tatiana Lisovskaia con predominio de piano y minimalismo.
Junto a la fotografía y esos momentos de buen hacer, lo más destacado es su reparto, encabezado por un Willem Dafoe, justa nominación al Oscar, que sin necesidad de grandes aspavientos y gesticulaciones consigue crear un personaje con múltiples aristas, manteniendo esa dicotomía entre genialidad y locura. Le acompañan una pléyade de secundarios entre los que destacan los eficientes Mathieu Amalric, Amira Casar o un envejecido Vincent Perez, con unos cumplidores Oscar Isaac o Emmanuelle Seigner (que nunca han sido excelsos intérpretes) y un Mads Mikkelsen excelso, cuya sola presencia dota de gran dramatismo a su única, pero larga, escena, aunque rodada de forma horrorosa con unos primeros planos casi primerísimos, algunos en escorzo o en «tiros» extravagantes que anulan una producción que daba para más y que solo se queda en el aprobado. Interesante pero insuficiente, o como utilizar el posmodernismo sin necesidad. ¡Ay, de aquellos que se creen genios! (no olvidemos que Schnabel se comparó con Picasso).
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