Se han hecho múltiples cintas sobre los rescates y secuestros con rehenes. Unas mejores que otras. Estos «Seis días» es superior en la forma que en el fondo pues está mejor rodada que contada. Y eso que el argumento es interesante pues se narra la liberación en 1980 de la embajada iraní en Londres, tomada por un grupo terrorista con 26 personas en su interior. Ante las imposibles demandas de los asaltantes se ofrecen dos puntos de vista; el negociador y el bélico, todo ello retransmitido en directo por la televisión, lo que me hizo recordar la «Guerra del Golfo», primera vez que pudimos seguir los bombardeos y las vicisitudes de los combatientes casi en vivo, cortesía de la CNN. Una forma eficaz de crear una opinión pública favorable o desfavorable y que desde entonces se ha impuesto en la política y las cadenas de televisión, no en vano Claussewitz definía la guerra como la continuación de la política por otros medios y donde lo que importa es la imagen, esté o no manipulada para generar un impacto inmediato en la que el espectador se deje llevar por lo sentimental y las emociones frente al análisis más sosegado y la racionalidad.
En «Seis días» no queda claro cuál es el discurso final, aunque parece inclinarse por una loa a las fuerzas armadas frente al diálogo y la negociación, dando la razón a los postulados de Margaret Thatcher que aparece al inicio en imágenes de archivo. Y ese tono casi documental, como de reconstrucción de los hechos es lo mejor de la película. La ambientación es buena y el intercalado de imágenes reales con la ficción funciona bien, por lo que el producto del neozelandés Toa Frasier en esa parte es aceptable, demuestra su buen manejo de la puesta en escena y genera una expectativas que confiemos que se cumplen en otros largometrajes, pues aparte de su polémico mensaje, el problema que tiene «Seis días» es que carece de emoción y al final los noventa minutos acaban siendo planos y repetitivos, con unos terroristas que parecen arquetipos, salvo el líder llamado Salim que parece replantearse la situación. En el bando británico destaca el policía interpretado por Mark Stong, un hombre que intenta a toda costa ganar tiempo para evitar la masacre secundado por el jefe del operativo, un Jamie Bell al que le falta tensión en su interpretación. Todo palidece ante la ambientación, la dirección artística, la correcta fotografía de Aaron Morton, muy en la linea de los años ochenta y la banda sonora de Lachlan Anderson que recuerda al «Sicario» de Johan Johansson en su tema central, sonido metálico de sintetizador con orquesta que parece de cine de terror y que resulta curioso en una producción de este tipo o del maravilloso largometraje de Denis Villenauve.
Cinta menor que podría, y debería, haber sido mejor pero que merece el aprobado por como está realizada y ese toque de falso documental que llevó a mejores cotas el «United 93» de Paul Greengrass.
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