Estoy seguro que a la mayoría también os pasa esto que voy a decir. A veces, quizás no tantas como me gustaría, o al menos esa es mi percepción particular, caen en tus manos discos que cuando los escuchas, te invade esa sensación de las cosas bien hechas, de ese halo tan particular que no todo el mundo es capaz de atesorar y que incluso, con sus defectos y virtudes, ambas igual de necesarias, descubres ese algo que te lleva a no querer separar tus sensaciones de sus canciones. Algo así me paso cuando escuché el primer álbum de los ibicencos Uncle Sal. Su «Little cabin music» era un anuncio de buena nueva, un oasis en el desierto que no solo te sacia la sed sino que te engancha a visitarlo a la primera oportunidad. La sensación del buen trabajo realizado, de la calidad al servicio de la música y del alma en el empeño, se veía reflejado en su obra, así que las ganas de ver como eran capaces de seguir su camino, asfaltar su propia autopista de sonidos sin perder señas de identidad pero inmersos en una progresión constante que les llevase a seguir subiendo escalones en este complicado mundo actual de la música.
Y aunque ya lleva en mi poder, desde hace un par de semanas el nuevo disco de la banda, «You ain’t no bluesman», no ha sido hasta ahora cuando me he decidido intentar plasmar en unas palabras las sensaciones que me transmite un disco que suena una y otra vez en mi reproductor, aplazando el momento de que mis manos den (o prueben fortuna) buena prueba de él sobre el teclado, a favor del disfrute general de los sentidos con cada una de las canciones que componen este segundo disco de la banda, en el que han conseguido que las soleadas costas de Ibiza se encuentren de frente con la desembocadura del Mississippi, abrazando el calor del rock y el blues, el blues y el rock, sin forma definida pero de manera deliberada. Diez canciones para la gloria, para ver el mundo pasar mientras las dejas sonar una y otra vez y te pierdes en su fuerza y sentimiento. Comienzan con ganas de marcha, con unas guitarras en primera plana, como un chupito de bourbon en ayunas, «Red’s lounge boogie» te pone las pilas para todo el día.
«Hard life» se muestra más intimista, corazón abierto a base de guitarras acústicas, palabras sinceras convertidas en melodía. «Delta mud» es más rockera, de alma negra a pesar de su piel blanca, armónica incluida para ponerte la piel de gallina. «Precious one» reduce revoluciones y aumenta intensidades, una canción que ya le gustaría para si al actual Neil Young. Te envuelve el aire campestre de «Scarecrow’s waltz», sincero, cercano. Cuando las canciones hablan de ti, de mi, de todos los que amamos este veneno, sacas tu copa y brindas por que sigamos siendo «R’ n ‘Roll brothers». «Little wolf» no te deja despegarte de él, y uno de las principales virtudes de este disco es que no puedes desechar canciones, aquí todas tienen su lugar y su preponderancia, forman parte de un todo de manera individual que la convierte en colectivas.
«Three days in New Orleans» es dueña orgullosa de unas guitarras que cautivan, de un ritmo blues que no deja escapar y esa trompeta, uf, esa trompeta. Al igual que la más electrificada «Soul shakin’ woman» con esa voz desgarrada que canta como si le fuera la vida en ella entre el arrastrado y potente riff. Se acaba el disco (miento, no se acaba porque rápidamente vuelvo a pulsar el play y comienza a sonar de nuevo) con «Green eyes/white mansion» que nos mece en una plácida calma sonora a la vez profunda. Grandísimo disco el que se han marcado Soulman Sal, The R’n’R banker, F. Fastfingers y Artimus Gabe, que además en contando con la colaboración de buenos amigos como The Moonshine Band o Pere Navarro.
0 comentarios