Me informan que David Bowie ha muerto. No me lo creo. No puede ser. Pero lo anuncian sus cuentas oficiales de Facebook y Twitter. No puede ser. El eterno camaleón de ojos bicolor no puede morir, habrá mutado a otro personaje. Es imposible. Pero si el viernes me compré su último disco, el excelente Blackstar. Un disco que para nada sonaba a despedida, más bien a punto y seguido. O eso creíamos todos. Bowie suena en Blackstar experimental y con ganas de dar guerra. Parece ser que Bowie llevaba 18 meses luchando contra un cáncer. Ahora el tono sombrío de algunos temas así como las letras y las imágenes de los vídeos de acompañamiento adquieren otro significado. Incluso el título del disco parece ahora una metáfora del inevitable destino que le aguardaba. Bowie siempre será una estrella, por mucho que su brillo vital se haya apagado.
Han sido 69 años de música, provocación, excesos de todo tipo y algún que otro traspiés. Los traspiés fueron en esa época tan extraña y confusa que fueron los años ochenta. Todo quedó perdonado con su regreso a la experimentación en los años 90. Una época en la que se negó a vivir de las rentas y apenas tocaba en directo sus viejos éxitos de los 70. También fue cuando lo pude ver en directo en un par de shows memorables. Ocurre que los que crecimos escuchando su música nos hemos quedado un poco huérfanos. Ziggy Stardust nos ha acompañado durante tantos años en sus múltiples reencarnaciones que su pérdida se siente casi como la de un miembro de nuestra familia.
La última gran actuación del duque blanco ha sido despedirse discretamente y, paradójicamente, a lo grande, con un buen disco nada acomodaticio. El mayor Tom ya está flotando eternamente en el espacio.
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