Los méritos de Al Jourgensen son conocidos por todos desde que fundó Ministry: trabajos como The Land of Rape and Honey o The Mind is a Terrible Thing To Taste, editados en los años 88 y 89, respectivamente, seguían una senda parecida a la de los citados Nine Inch Nails: predominio de sintetizadores y samplers reforzando así el parentesco con el Pop y la Música Electrónica en vez de con el Heavy Metal y sus vertientes. A partir de esa construcción musical, Jourgensen, aprovechándose de la escalada definitiva del género con el The Downward Spiral de Reznor y sus mesnadas, así como la fulgurante aparición de un Marilyn Manson que estaba predestinado a poner en jaque a la América más conservadora y reaccionaria, aprovechó para redoblar sus esfuerzos y aumentar la agresividad de su música.
Sin embargo, pese al enorme talento que el combo de Chicago atesoraba, su carrera en los noventa, salvo el imprescindible Psalm 69, parecían estar condenados a ser los terceros en discordia. Si Nine Inch Nails perforaron la dura piedra del anonimato, propiciando, en cierta medida, el auge del Reverendo y Rammstein, Ministry eran, por así decirlo, los Rolling Stones de éste si nos referimos a antigüedad pero eran como la Velvet Underground si nos referimos a fama. En el comienzo del nuevo milenio, siguieron editando trabajos destacables y ofreciendo directos arrolladores; pero fue con la salidad de Rio Grande Blood -2006-, cuando consiguieron hacer lo que muchas bandas de Metal en el siglo XXI anhelaron durante mucho tiempo y no lograron: asemejarse en sus premisas al célebre Reign In Blood de los geniales y amenazadores Slayer. ¿Es osado lo que digo? Puede ser. Pero si uno coge la evolución de la música Metal desde la aparición de esa obra capital, pocos discos en los tiempos que nos ha tocado vivir, han conseguido devolvernos, aunque sólo fuese mínimamente, el espíritu de aquellos ya lejanos años ochenta. Desgraciadamente, lo políticamente correcto ha socavado la rebeldía y provocación del movimiento.
Ya desde la portada, con un George Bush caricaturizado, se nos avecina un dédalo de agresividad e ira que no se había visto en mucho tiempo. En tan sólo cincuenta minutos, y a través de unos riffs de vértigo sabiamente conducidos por Jourgensen y Tommy Victor –líder de los también sensacionales Prong-, el uso de la distorsión de las guitarras –imbuido, en parte por el sonido de Jeff Hanneman y Kerry King-, así como el trabajo de programación de éste, consigue que, composiciones del calibre Rio Grande Blood, Señor Peligro o Lies, Lies, Lies, aparte de sonar con una violencia inusitada, logran que el Metal recobrase esa esencia que implantaron no sólo los citados Slayer u otros titantes del Thrash sino también, el Punk y el Hardcore.
Blast Beats a ritmos demenciales, guitarras uniformes y voces rasgadas y gritadas hasta la extenuación, acompañadas de una fuerte carga política, al igual que el Reign In Blood –cambiando los actores, por supuesto-, nos hacen calibrar la propia naturaleza del mensaje arrojado: lo importante no era lo que se decía, sino el cómo: Slayer, en esa obra maestra no rehusó la crítica aunque la ejerciera mediante la temática histórica. La Administración Reagan, tan conservadora y reaccionaria como la de Bush –hete aquí otro paralelismo-, propició, en cierta medida, que la amenaza de la censura se volviese en una especie de espejo donde el conservadurismo debería observar sus propias desdichas y contradicciones. Y ese aspecto sí lo manejaron a la perfección, veinte años después, los de Chicago.
Con este artículo no se busca, bajo ningún sentido, poner este trabajo por encima de aquel; sólo establecer una especie de comparación entre un álbum fundamental no sólo para entender un género, sino un pedazo fundamental de la historia del Metal en los ochenta junto con otro del siglo XXI; pese a que la música extrema se haya multiplicado, no dejan de ser muchos, en cierto modo, alumnos más o menos aventajados de Slayer; y Ministry, con su segunda entrega de la trilogía anti-Bush, consiguió plasmar todos los defectos y miedos de una sociedad como la norteamericana que, imbuida por esas medidas preventivas establecidas por su presidente a raíz de los atentados del 11 de septiembre y la Guerra de Irak, poco y mal se avenía con ese espíritu de libertad y tolerancia que se arrogaron desde la fundación del país de la misma forma que los californianos hicieron en su momento –sin obviar a otras bandas y estilos musicales, por supuesto-.
Como se decía en el segundo párrafo, cincuenta minutos de caos y tormento puestos a servicio de los paladares más exigentes. Uno de los mejores álbumes del nuevo milenio, sin lugar a dudas, y un disco clave para que uno barrunte, al menos, la peligrosidad que había en aquel momento y no la bonhomía bobalicona que, desgraciadamente, suele imperar en la actualidad.
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