imHeredera de una admirable estirpe de cantantes comandada por Billie Holiday, Aretha Franklin o Nina Simone, Imelda May, de rostro ceniciento, piel de alabastro y sonrisa traviesa de gata engreída, ha conseguido hacerse un hueco entre los artistas del panorama rockero actual. No debería extrañar este suceso puesto que la irlandesa, desde que comenzó su carrera, ya demostraba tener los credenciales necesarios como para poder hacer algo grande llegado el momento. Disciplinada y metódica, aunque no por ello desprovista de la coquetería de las grandes damas de la música, ha firmado, sin lugar a dudas, uno de los discos del año como Tribal: un álbum que no innova, ni ofrece nada nuevo. La grandeza de éste es que sólo pretende divertir.

 

Que en pleno siglo XXI todavía haya músicos que apuesten por un género que tantas alegrías ha dado y que ha sido un activo cultural básico de la cultura norteamericana -¿hace falta, acaso, presentar los nombres de Elvis Presley, Johnny Cash o Brian Setzer y sus Stray Cats?- como el Rockabilly es siempre admirable. El fenómeno revival lo hemos comprobado en los sesenta, setenta y ochenta, pero ¿es que nadie iba a revisitar esas viejas canciones que hablaban de chicas guapas, días de carretera, hombres peligrosos y tugurios sórdidos como los que relataban Dashiell Hammett y Raymond Chandler a través de personajes como Sam Spade y Marlowe? Afortunadamente, sí. Y el soplo no viene del Medio Oeste o Nashville, sino de la capital de un país de la vieja Europa. Imelda, desde que recibió el influjo de Aretha Franklin en su niñez, siempre pensó que la misión de una artista no era consolidar un público, sino luchar contracorriente y derribar todo conato de prejuicio. Ella, al igual que los ídolos que ha reverenciado, tuvo que librar una poderosa batalla contra la hipocresía de una sociedad que clama progreso pero que, en el fondo, está perlada por la misma mojigatería que la de nuestros padres y abuelos.

Con su cuarto álbum de estudio como Tribal ha conseguido reforzar su estilo más si cabe. Si ya con anteriores entregas hizo recaer el acento en artistas como Eddie Cochran , Gene Vincent o las viejas tonadas cantadas en torno a una hoguera o en el Blues, el salto tanto cualitativo como cuantitativo se apoya en una serie de composiciones mucho más divertidas, fruto de una mujer serena y feliz gracias a su reciente maternidad.

Y así es este trabajo: un compacto que obedece al credo musical de una artista que, día a día, consigue reivindicarse sin estridencias; una cantante cuyas bases establecidas desde que debutó en el año 2004 se han asentado firmemente sabiendo evolucionar de un sonido más desordenado a otro mejor ensamblado. Su nuevo trabajo, como demuestran los singles escogidos- It´s Good To Be Alive o la canción que da título al álbum serían dos buenos ejemplos-, ha querido escarbar en la idea de que la belleza reside muchas veces en la propia sencillez contraponiéndose así al mensaje social, fatuo, por una parte, de muchos de los músicos de la actualidad. Cada una de sus doce composiciones exudan vitalidad y alegría y, acompañada de una fabulosa y eficiente banda, pergeña cortes donde los riffs sencillos a la par que creativos –se intuye que los guitarristas han triturado discos enteros de Warren Smith, Jerry Lee Lewis, Carl Perkins o Wanda Jackson– como los de Wild Woman o I Wanna Dance, consiguen facilitar el ambiente desenfadado que la artista británica ha querido representar en su trabajo.

Como es evidente, no podían faltar composiciones lentas: Gypsy In Me es un sensacional homenaje a los bluesman del Delta del Misisipi. La candidez de su voz, la cadencia sonora, la forma de arrastrar el estribillo, la sensacional labor de las seis cuerdas y el coro gospel acompañando al estribillo cincelan uno de los puntos álgidos del compacto. Su registro de voz casa a la perfección con el porte regio de unos instrumentistas curtidos en la carretera y en la incerteza de la carretera. Es cierto que muchas de éstas presentan una estructura similar. Pero eso no obsta para que Hellfire Club consiga irradiar esa electricidad que podíamos encontrar en los clubes londinenses, de Chicago, Nueva Orleans o Nueva York de épocas pretéritas o que Wicked Way y Round The Bend, al igual que Little Blue, sepan confrontar de forma tan elegante elementos del Bepop, el Soul y el sonido de Nueva Orleans con el Rock actual. No es sólo un trabajo erigido en torno a la fuerza y el entusiasmo; y es que, aunque pueda parecer una frase usada como comodín, es ahí, con ese aire a los finales de los capítulos de la serie Mad Men, cuando termina de de mostrarnos la amplia gama de colores que tiene en un su paleta sónica

Adopta el papel de ‘crooner’ femenino a la perfección. No busca ser una Sinatra, no: la artista dublinesa consigue recordarnos a esas femme fatales al más puro estilo de Rita Hayworth en Gilda mediante ese toque sensual y el suave contoneo de sus caderas al son del dictamen que marcan los compases de la seguridad y el talento. Con todo el derecho del mundo ha conseguido en este año acaparar portadas. Hablar de ella como una promesa de la música cuando tiene cuarenta años, suena a broma; pero no se equivoquen: es un valor seguro. En unos tiempos donde la música, desgraciadamente, se consume y se agota cada vez más rápido y los álbumes no tienen el beneficio de la duda que sí tenían en décadas anteriores, que su carrera camine con paso firme nos hace creer en las viejas canciones del Rock n Roll que se convirtieron en parte de la cultura de la segunda mitad del siglo XX

Y al igual que Lucinda Williams con su último compacto, ha conseguido erigirse en actriz principal de este año. Tras los fiascos de muchos discos de rock tanto de bandas actuales como emergentes y clásicos, Tribal es como la tierra prometida que besa el exiliado después de años de partida forzosa.

IMELDA MAY – Tribal

by: Alex Palahniuk

by: Alex Palahniuk

Veinticuatro años. Estudiante de Derecho, amante de la música, la literatura, el ensayo y apasionado de la escritura.

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