Ahora mismo, nuestros ojos son ventanas, y nos estamos asomando al cielo.
Levantamos la mirada hacia ese ángulo diferente para ver las cosas. Los laberintos
no tienen techo, por ejemplo. El cielo, y todos los cielos, están arriba, en lo más alto del paisaje.
El cielo es el hogar del albatros. La vida es una carretera comarcal, con bachecitos,
pero el cielo es infinito, litros de infinito sin otro fin que extenderse exponencialmente.
El cielo tiene nubes, a veces de algodón, otras, grises y panzudas, me doy prisa
en observarlas porque cambian enseguida. Sin la carga de ningún recuerdo se elevan
sin problemas sobre los hechos. No tienen la obligación de morir con nosotros.
No necesitan ser vistas para poder pasar.
Mirando el cielo, me digo que es celeste desteñido. Pienso en tu rostro y en ti,
y en tus manos, pero tu cara no aparece en ninguna nube. No sé si pensar en
el cielo o en ti. Pero tu ser no se arriesga, y yo te deseo cielo trozo de cosmos
inmutable, como los ojos de mi amor.
Pensemos en los dos. Los dos tú + cielo = mis galopantes sensaciones, biformes,
bicoloreadas, bitremendas, bilejanas.
El cielo es una gota que se oye cayendo sin sonido en la soledad.
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