Hasta la fecha los trabajos de Christopher Storer se habían limitado a encargos televisivos grabando actuaciones de humoristas. Poco bagaje para acometer una serie de ciertas pretensiones. Por fortuna para él, el canal Hulu apostó por esta modesta producción de ocho capítulos cuyo metraje total no supera las cuatro horas, filmada en su mayor parte en un único escenario y con intérpretes desconocidos. El resultado no ha podido ser mejor pues estamos ante una de las series del año.
Y eso que el argumento no es especialmente original pues lo que se nos narra son los problemas de un restaurante regentado por un chef de Estrella Michelín que deja el lujo y el oropel por intentar reflotar el negocio familiar, un italiano con especialidad en bocadillos, tras el suicidio de su hermano. Tema que ya abordó Jon Favreau en su irregular comedia «Chef». La diferencia es que “The bear” tiene unas pretensiones mayores pues a pesar de unir la comedia y el drama, se intenta dotar a la trama de un vigor narrativo superior, con los conflictos a “flor de piel”, intentando acercarse a la realidad de una cocina en estos tiempos de confusión y prisa, de redes sociales y presentaciones de postín aunque el local no sea la panacea.
Y su guion funciona pues las motivaciones de los personajes no nos ajenas, con sus virtudes y defectos. Superados por la presión en más de un momento y agobiados por las facturas y en continua lucha contra las cadenas comerciales. De hecho, es interesante como se diferencia estos restaurantes honestos que trabajan con ingredientes de calidad y amor a la cocina contra las grandes franquicias y su horrible modelo de comida rápida. Además el ambientar la historia en Chicago le aporta un punto de gran ciudad pero sin el “glamour” de Los Ángeles o Nueva York, convirtiendo a la tierra de los Bulls en otro protagonista más.
Pero si lo que se cuenta es bueno, mejor es la forma de hacerlo pues el despliegue de técnica en los ocho episodios es fabuloso, llegando al paroxismo en el séptimo donde en un espectacular plano secuencioa de más de veinte minutos nos acerca a la locura y los nervios que sufren estos cocineros en un día con una carga de trabajo inabarcable por un error informático. Entre medias podemos disfrutar de un casi homenaje a “Los Soprano” en una disparatada fiesta para un amigo, interpretado por un Oliver Platt que parece sacado de la mafiosa familia de Nueva Jersey.
Y a la poderosa puesta en escena se le suma un brillante ejercicio de montaje, en la línea del cine de Damien Chazelle que entronca de forma directa con ese prodigio de edición que era «Whiplash» o con la serie «The Eddy», con la que guarda no pocas similitudes al abordar la problemática de locales artísticos (sustituyendo el club de jazz con un lugar de restauración con ciertas ínfulas) en un único escenario. No sé si Christopher Storer y Joanna Calo como realizadores han tomado como modelo al autor de «La La Land» pero las coincidencias no parecen casuales.
Entre el reparto pocos rostros conocidos, salvo un par de cameos del antes citado Oliver Platt, Jon Bernthal o Molly Ringwald pero donde todos funcionan como un metrónomo encabezados por un brillante Jeremy Allen White, un actor sin demasiada relevancia que ha encontrado con su Carmy Berzatto el papel de su vida y al que da réplica su primo en la ficción, el más conocido Ebon Moss- Bachraf cuyos éxitos se ciñen al 2017 con ese caro capricho de HBO en forma de corto- homenaje a “Lost in traslation” titulado «Tokyo project» y un relevante papel en la coproducción de Disney y Netflix “The punisher”. Su rol es más histriónico pero le aporta ese punto de desquicie que tiene casi toda la serie, con un resultado tan bueno como los platos que preparan en The Original Beef of Chicagoland.
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