Escuché hace unos cuantos lustros a un antiguo y afamado crítico cinematográfica que existían distintos tipos de películas: malas, regulares, buenas… y bonitas. Pues bien, “La ciudad de las estrellas” es una de estas. Y no solo es una historia sencilla que nos sirve de evasión a nuestra vida cotidiana, además tiene una serie de virtudes que hacen de ella un título a tener en cuenta y todo un compendio de buen hacer y talento a raudales.
Su responsable, Damien Chazelle, había asombrado a medio mundo con su “debut” tras las cámaras en “Whiplash”, una pérfida historia sobre los límites asumibles en la educación de los alumnos, tomando como ejemplo a una escuela de música donde un desalmado profesor no duda en utilizar la humillación y la violencia para sacar el mejor partido a la orquesta de jazz que él dirige y que componen sus brillantes “pupilos”. Una cinta sorprendente que impactaba por la crudeza de su mensaje y por todos los recursos narrativos y de dirección que utilizaba un inspirado Chazelle. En su confirmación como realizador, ha conseguido un presupuesto mucho más holgado y el respaldo de una de las “major”, como es la Universal. Pero lejos de amedrentarse con una narración más liviana, se ha atrevido a filmar ¡nada menos! que un musical. Y para rematar, no es una adaptación de alguna obra de Broadway sino uno con banda sonora y canciones originales. Un reto al alcance de muy pocos, aunque haya demostrado en su corta filmografía que los temas musicales, y en especial los “jazzísticos”, los domina de forma abrumadora.
Argumento sencillo, sobre el amor de un pianista obsesionado con la “pureza” de sus composiciones y que malvive en bares y restaurantes con una aspirante a actriz que sueña con la fama trabajando en la cafetería de la Warner Bros. Suficiente para cimentar un edificio monstruoso, gracias a una puesta en escena asombrosa que sirve de homenaje al cine clásico de Hollywood, sobre todo el de los cuarenta y cincuenta. En la obra podemos ver referencias obvias a “Rebelde sin causa”, a “Casablanca” y a “Cantando bajo la lluvia”, en un apoteósico número final que recuerda mucho al sueño del protagonista en la antológica obra maestra de Stanley Donen y Gene Kelly. Eso sí, sin las kilométricas piernas de Cyd Charisse. No es el único momento para recordar, pues su secuencia inicial, en un atasco en la entrada de Los Angeles, es toda una lección de cómo realizar un plano-secuencia. De hecho, los planos largos y con pocos cortes son una constante en los diferentes números, de muy difícil ejecución y donde Chazelle demuestra poseer un enciclopédico bagaje del género al que rinde homenaje. Toda una muestra de cómo la técnica puede superar al guion (que, por cierto, no es nada malo) y que encumbra definitivamente a Chazelle como uno de los creadores más interesantes de su generación.
Y todo lo basa, en dos personajes, sin secundarios que realcen la película (tal vez, el único pero y por lo que no llega al sobresaliente), con un Ryan Gosling eficaz en su papel de “genio atormentado” y una deliciosa Emma Stone, en su hasta ahora mejor papel y que le va a conceder una segura nominación en los Oscar. No será la única, y no se todavía el resultado, pues cuando escribimos esta reseña todavía faltan unas horas para conocer los candidatos pero doy como premios seguros la dirección de Chazelle, el espectacular montaje de Tom Cross, que ya lo ganó por “Whiplash”, la banda sonora de Justin Hurwitz y canción original. Y con muchos números como película, actriz, la “tremenda” fotografía de Linus Sandgren y seguro que alguna otra estatuilla a nivel técnica. ¡Vamos!, que sin haber visto buena parte del resto, ya le estamos atribuyendo la condición de favorita. Lo merece.
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