Si empezásemos a avergonzarnos de nosotros mismos, no tendríamos tiempo para hacer otra cosa. Tan sólo os pido que os acordéis de los acomodados, de los que tienen la conciencia tranquila, de los satisfechos, de los conformados, de los establecidos, de los que han perdido su interés, de los embotados y de los estúpidos.
Sí, sabéis perfectamente a quién debéis dirigiros: afilad los cuchillos, preparad las flechas, portaos por una vez con la despiadada y cruel precisión que se merecen. Hablo de los arrogantes, de los poderosos, de los listos y de los astutos, de los influyentes, de los parásitos, de todos esos hijos de la grandísima puta que nos están quitando la vida. No os dejéis engañar por sus formas educadas, ni por la seguridad en sí mismos que aparentan, ni por su aire de suficiencia, ni por sus rolex de oro a borbotones.
Apuntad al pecho, exactamente al tercer espacio intercostal izquierdo, allí donde su podrido corazón golpea, y disparad sin dudarlo ni un instante. Y antes de que espiren decidles alguna crueldad final; recordadles, si queréis, a la puta madre que los parió; maldecid sus pestilentes vidas sobre la tierra antes de que sean olvidadas para siempre. Eso sí: aseguraos de que están muertos y cerrad piadosamente sus párpados antes de escupirles en la cara, no vayan luego a decir que no tenéis clase o que no sabéis hacer las cosas con elegancia.
Por Narciso de Alfonso
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