«Como un pesquero que arrastra una ballena, bajo de aguas, bamboleándose despacio, con la barba mojada, bebiéndose la sangre, buscando el bulto, cabeceando a caballazos, derrotando a la izquierda». «Tenía ganas de bajar a la mina, como casi siempre, necesitaba sentir la asfixia, la humedad, los adentros de la tierra, la certeza de ser un cadáver».
De pronto, como tantas veces, Petra sintió la imperiosa necesidad de estar en la mina, respirando polvo y carbón, sudorosa y agotada, sucia y sedienta, perdiéndose a oscuras en los túneles cerrados, lamiendo la madera de las vigas podridas, envuelta en espesas telarañas, golpeándose la frente en las paredes hasta sangrar, desnudándose para sentir con todo el cuerpo el hierro frío de las vagonetas abandonadas, deseando estar bajo tierra, completamente muerta.
Con un arreón hacia los adentros de animal obrero, Petra von Kant sintió de pronto muchas ganas de bajar a la mina, de mancharse de barro y carbón, de respirar el aire escaso y viciado de las últimas galerías, de herirse las manos y la cara y el cuello y los muslos contra las aristas de piedra negra, de oler el aroma a tumba y a cadáver de los pasillos húmedos, de sentirse muerta y enmohecida bajo tierra, perdida en los túneles interminables.
Sintió la visceral necesidad de bajar a la mina para lamer los líquenes azules que crecen sobre las piedras húmedas y que tienen el exacto sabor de la luna; para revolcarse desnuda en el lodo; para respirar el aire envenenado de grisú; para morder los pedazos de carbón todavía incrustados en la roca; para perderse en las galerías abandonadas donde el agua sulfurosa gotea y se pudre en la oscuridad; para sentirse debajo, dentro de la tierra, posiblemente muerta.
Está en la mina, asfixiándose, jadeando, desnuda y sucia y sudorosa, hiriéndose la piel con las aristas de las rocas, chupando con los labios enteros y con toda la lengua los líquenes azules que crecen en los rincones oscuros, sobre las piedras mojadas de agua pestilente.
Sigue en la mina, en los túneles abandonados donde apenas se puede respirar, oscuros y húmedos, con el sonido opaco de los gruesos goterones al caer en los charcos, envuelta en espesas telarañas, en larguísimos tallos vegetales de frío contacto, enganchándose el pelo en las retorcidas raíces, temiendo y deseando a la vez, buscando y huyendo, temblando excitada, dentro de la tierra, sintiéndose sencillamente muerta.
Por Narciso de Alfonso
0 comentarios