Alcalá del Valle es la última localidad de la provincia de Cádiz, antes de pisar tierras malagueñas, ubicado en la serranía de Ronda. Un pueblo célebre por sus espárragos y donde encontramos en su centro antes de llegar a su barroca iglesia y ayuntamiento una frutería que nos dejó impactados por su admirable producto y precio. Solo por eso y por su curiosa estatua a los emigrantes merece la pena la visita aunque, a su favor, tienen cerca Setenil de las Bodegas, impactante pueblo considerado entre los más bonitos de España.

Por los datos expuestos, pronto entendimos que íbamos a comer bien pero el principal reclamo es el Mesón Sabor Andaluz, regentado desde hace más de veinte años por José Aguilera y Antonia Jiménez, con el valor añadido de estar asesorado por su hijo Pedro, actual jefe de cocina del estrellado, en la Guía Michelín, restaurante gastrónomico de Ricard Camarena en Valencia, tras su paso por templos de la “buena mesa” como el Mugaritz de Adúriz o el londinense “The fat duck”. Algo que se nota en alguna técnica y presentaciones, lo que ha conseguido convertirlo en referente de la zona y que haya sido incluido como Bib Gourmand en la celebérrima guía francesa. Todo muy bien pero aquí lo que prima es la cocina de producto, sabores intensos y reconocibles que nos llevan de viaje a estas tierras de carnes poderosas, caza de pelo y pluma, verduras que nos devuelven a la infancia y guisos de horas, auténticos enemigos de las ollas rápidas.

Tras confirmar la reserva, llegamos a la calle de la Huerta donde lo primero que vemos es la amplia barra donde nos reciben para acompañarnos al comedor interior, decorado con motivos rústicos, tanto en el mobiliario como en las paredes decoradas con múltiples aperos de labranza. Tras sentarnos comprobamos que no hay manteles en ninguna de las mesas de madera, manteniendo esa esencia del campo también en la cubertería y emplatados aunque con toques de vanguardia. Esa dicotomía entre lo campestre y lo actual que nos gusto mucho. El trato es cercano, amable y uno se siente como en casa pero sin llegar a ser molestos en ningún momento, ayudando y explicando los platos, tanto Pedro Aguilera, como uno de sus hijos que eran los encargados de la sala ese día.

Y en lo que es la comida en sí, solo podemos decir que todo lo que probamos era excepcional en todos los sentidos, preparaciones, olores, sabores y aspecto visual, junto con unas cantidades generosas donde es complicado irse con hambre, a no ser que uno sea un “tragaldabas” delirante.

 

 

Tras el aperitivo de cortesía de unas ricas aceitunas aliñadas, acompañadas por el primer tinto, el ágape comenzaba con un croquetón de rabo de toro, su jugo y queso viejo:  impresionante, donde se fusionaba a la perfección lo antiguo y lo nuevo, la receta de toda la vida con ese toque “canalla” que le aporta el queso rallado de la zona por encima. Una bechamel untuosa, un relleno certero y nada aceitosa. Una croqueta de diez.

 

 

 

Además bien maridado con un Castillo de Aza, tinto crianza de la Ribera del Duero, recomendado por la casa, donde además tuvieron el detalle de retirarnos el primero que sirvieron, ya que para nuestro gusto estaba demasiado frío. El entrante era claro, pues una de sus especialidades son los espárragos verdes que llevan haciendo toda la vida. Ese día teníamos la opción de probarlos a la vinagreta, su receta de siempre, o braseados, con una salsa holandesa por encima, aceitunas negras y anchoas. Elegimos esta segunda y ante nuestros ojos, aparecía una fuente con unas diez piezas de un interesante calibre, con un grosor imposible de llevárselo a la boca con un solo bocado. Un conjunto delicioso, donde el espárrago no perdía su protagonismo en el paladar, sumado a una suave salsa holandesa, donde no dominaba la mantequilla, como suele suceder en esta complejísima preparación.

 

 

Para los principales, a pesar de que sus pescados y mariscos tienen una “pinta estupenda”, nos decantamos por sus afamadas carnes, como el rabo de toro guisado de forma tradicional y acompañado de patatas fritas. Nos comentaron que este plato llevan haciéndolo desde siempre… y se nota. El hueso se separaba de la carne sin necesidad de usar el cuchillo, todo estaba integrado a la perfección y la explosión en la lengua es inenarrable. Tan rico, como los mejores que hayamos comido nunca.

 

 

Y si delicioso era el rabo, antológico era el conejo de campo que apareció en nuestra mesa, donde solo faltaba el perdigón. Carne roja más que blanca, de esos que a pesar de lo bien que se separa la carne del hueso daban ganas de hincar el diente en toda la estructura ósea. Ambos platos convertían en indispensable mojar el pan moreno que sirven en la cesta.

 

 

 

Y si la parte salada es admirable, los postres nos conducen a territorios fuera de los límites humanos. Pedimos dos, uno bastante bueno como la batata, meloja y limón, con el boniato en su punto y ese dulzor característico y caramelizado del arrope, y otro entre los más espectaculares probados nunca como su flan de higos, acompañado de una nata montada por ellos, con el sabor de este dulce fruto de temporada. De nuevo, la mezcla entre lo antiguo y lo moderno y que sirvió de colofón a un lugar que permanecerá en nuestro recuerdo y al que estamos deseando volver, con la excusa de una escapada por la bellísima zona donde se enmarca el Mesón Sabor Andaluz.

by: Jose Luis Diez

by: Jose Luis Diez

Cinéfilo y cinéfago, lector voraz, amante del rock y la ópera y ensayista y documentalista con escaso éxito que intenta exorcizar sus demonios interiores en su blog personal el curioso observador

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