Hemos visto y escuchado «La Traviata» en múltiples ocasiones a lo largo de nuestra vida. Una ópera que suele ser uno de los «sumum» del «bel canto» y que rara vez suele ofrecer problemas. Solo recordamos una versión polémica; fue en el Teatro Real de Madrid en el año 2003, ambientada en los años cuarenta, con desnudos en escena y todo tipo de referencias sexuales. Pier Luigi Pizzi estaría encantado de su montaje pero nos privó de oir cantar a Angela Gheorghiu que rechazó interpretar esa representación calificándola de vulgar. Es uno de los problemás en los grandes coliseos donde los directores escénicos suelen innovar, desvirtuando la concepción original con mejor o peor fortuna.
Las compañías con menor peso sí suelen respetar ambientación, vestuario y decorados de época. Y Ópera 2001 va a ofrecer al público lo que espera de un clásico aunque el nombre de su director escénico sea un gran tenor lírico como es el venezolano Aquiles Machado, del que desconocíamos esa faceta. Se nota el haber cantado y una y mil veces «La Traviata» porque sitúa a los intérpretes en las mejores posiciones para acometer las celebradas arias y duetos que han inmortalizado la obra de Verdi, unidos a un vestuario y decorado conveniente, con unas ornamentadas paredes fijas en los laterales y el frontal, dejando hueco para incluir espejos, un ventanal o cuadros que transforman la estancia en la fiesta inicial de Violetta, la casa de campo, la mansión de Flora y la habitación donde muere la antigua cortesana. Todo es más que suficiente para seguir bien el desarrollo de los tres actos y las cuatro escenas, aunque los tres cambios provocaron tres descansos y una duración final de dos horas y media.
La orquesta consta de unos treinta o cuarenta músicos que resolvieron con oficio la obra, aunque con las limitaciones propias si se compara con una gran sinfónica que suele doblar en número, dirigidas por el eslovaco Martin Mázik, quien solventó sin problema la complejidad de uno de los grandes monumentos verdianos aunque en algún momento fue a un ritmo rápido (como en el inicio del «brindis»). El coro es aceptable y el Gran Teatro Falla, que presentaba una excelente entrada, lo secundó, brindándoles una tremenda ovación, aunque las palmas más celebradas fue a su elenco artístico donde, sobre todo gustaron los tres protagonistas. Paolo Ruggiero, un barítono con tesitura vocal casi de bajo, de voz poderosa y buen tono pero que en algún momento se le vio «sufrir», me temo que afectado por la humedad creciente de estos días en Cádiz. Aun así, interesante labor como la del tenor español David Baños, al que se le ve cómodo con obras de Verdi y resulta un tenor lírico más que aceptable aunque el mayor lucimiento, como en todas las representaciones de «La Traviata» queda para la soprano, es para la francesa Héloïse Koempgen- Bramy, solvente en un papel tan complicado y con tanta extensión vocal, funcionando en árias tan exigentes como «E strano… ah, forse lui…sempre libera», en el mágico dueto «Un dí felice, eterea» o en ese momento cumbre de la ópera, una de las escenas más tristes como es el «Che fai? Amami, Alfredo» a las que hay que sumar unas buenas dotes como actriz. No es Maria Callas, Mirella Freni, Angela Gheorghiu o Anna Netrebko, por poner ejemplos de enormes Violettas, pero su juventud y espíritu interpretativo hacen que llegue «viva» ante un reto tan exigente y al alcance de pocas.
Fotografía cortesía de Silvia Salado y Jose Luis Díez
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