Sobre el mito de “Carmen” se han hecho múltiples acercamientos a su figura, partiendo del original de la novela de Prosper Merimée, siendo el más conocido la ópera de George Bizet, aunque también exista un ballet o varias aproximaciones cinematográficas desde Cecil B. De Mille hasta, la última, de Vicente Aranda, pasando por Jacques Feyder, Luis César Amadori, Carlos Saura o Francesco Rosi. Con el soporte literario y teatral presente, la compañía colombiana “La máscara” ha construido su propia reflexión sobre la cigarrera más célebre de Sevilla.
Una adaptación muy libre, donde esta “Karmen” se “disfraza” de muchas mujeres, reinterpretando y actualizando el mito a los nuevos tiempos. Todo comienza con dos deidades hindúes jugando con el destino, el “karma” dentro del “samsara” como ciclo de nacimiento, vida, muerte y reencarnación, donde todas las mujeres son Carmen de algún modo y todos los hombres José. La dramaturgia de Joan Millán es interesante sustituyendo unos escenarios por otros; y así, la fábrica de tabacos de la capital andaluza se convierte en un matadero, D. José pasa de soldado a vigilante de seguridad en una factoría, la taberna de “Lilas Pastia” en las discotecas de Cali o Escamillo un torero reinventado. Pero manteniendo el espíritu del libro de Merimée o el drama musical de Bizet, incluso cantando algún pasaje del aria “L’ amour est un oiseu rebelle”, aunque cantado en español. Una mezcla de clásico y contemporáneo, de marcado corte feminista pero que juega con conceptos de la tragedia, como el destino y que permite a su acertado elenco de actrices comportarse por momentos como un implacable coro griego que afea la conducta que intentan justificar los personajes (“-entonces le marcaste la cara-”, “-entonces le clavaste la botella-”).
Y si la dramaturgia funciona, lo mismo sucede con la dirección de Susana Uribe Bolaños, que dota de gran poder visual, jugando con el movimiento, con la danza pero también con el texto y la palabra. Un alegato hacia lo femenino, intentando alejarse de los “clichés” y ofreciendo una especie de ritual a las mujeres en cinco movimientos- actos: contemplación, apego, lujuria, ira y renuncia que culmina en el asesinato, con críticas a la religión, donde una Carmen con un ardoroso vestido rojo pasa de virgen a objeto de deseo en el baño o desnudando en la parte superior a las intérpretes para gritarnos al público que “-el mismo dedo que las señala es el que quiere tocarles los pezones-”. Para ello, el joven elenco se manifiesta como un engranaje perfecto en la totalidad de la obra, ayudado por una banda en directo, con voz, sintetizador, guitarra y percusión, una acertada iluminación que juega con los “claroscuros” a lo Rembrandt, El Greco o Caravaggio y los colores cálidos, con gamas de amarillos y rojos, con algún momento fríos con azules y verdes aunque para representar un bosque o similares. Todo con una escenografía hábil y “resultona”, con una circunferencia de arena que sirve al inicio de espiral del universo para según pierde cal transformarse en los distintos escenarios hasta concluir en la plaza de toros, donde tras marcharse con el matador Escamillo, D. José no puede evitar matar a Carmen, convertida en Karmen y en todas las mujeres.
Funciona como teatro y como denuncia de género y, una vez descubierto, habrá que seguir la trayectoria de este grupo teatral llamado “la Máscara”, del que hemos podido saber que llevan en Cali (Colombia) desde 1972, siendo pioneros en la dramaturgia de género, buscando ese enfoque y desarrollando proyectos socioculturales a través del arte. Aunque esa vertiente “combativa” no está exenta de una propuesta, tal vez, no innovadora pero interesante. Una “vuelta de tuerca” a la reinvención de los clásicos. “Chapeau” por ellos.
Fotografía cortesía de Silvia Salado
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