Con el reciente premio a la mejor dirección en la última edición del Festival de Sitges nos llega esta alucinógena película, con visos de convertirse en cine de culto en próximos años. El responsable es Panos Cosmatos, hijo de uno de los realizadores más infravalorado de los ochenta como George Pan Cosmatos, autor de «El puente de Cassandra» o «Leviathan» pero que destacó en las «stallonadas» «Rambo» y «Cobra». De hecho, de esta última hemos encontrado algún paralelismo, sobre todo en ciertos tipos de la villana secta, seres desquiciados como los malos a los que tenía que combatir el mítico Marian Cobretti. No es la única referencia pues la serie de «Posesión infernal» también está presente.
La historia no cuenta nada nuevo, con un matrimonio feliz asediado por un peligroso grupo religioso que acaba con la mujer, provocando la ira y la venganza del desdichado marido que acabará con los sujetos uno a uno. Como se ve, típica historia de violación o muerte y posterior «vendetta», en línea con la serie «Death wish» o las mil que surgieron a raíz del éxito de «La violencia del sexo», aunque aquí no violen a nadie. La gracia del filme se encuentra en la enloquecida puesta en escena, llena de sangre, lucha con motosierras y un héroe con un arma letal; híbrido entre hacha, guadaña, espada y alabarda. Para ello Cosmatos utiliza una fotografía saturada, llena de rojos y que en más de un momento se acerca más al cómic que al cine. Un trabajo preciso de Benjamin Loeb que acrecenta esa atmósfera ochentera, a la que contribuye la banda sonora del fallecido Johan Johansson, con una música donde destaca el sintetizador y que sirve de testamento a un compositor excelente, aunque nuestra preferida siga siendo «Sicario».
El otro punto donde se cimenta su edificio es unas interpretaciones que borran de un «plumazo» el método Stanislavski, convirtiendo a la galería de personajes que aparecen en las dos horas de metraje. Actores excesivos que dan rienda suelta al mayor de los histrionismos, encabezados por un Nicolas Cage, absolutamente «pasado de rosca» y que protagoniza alguna secuencia inenarrable y que bordea la vergüenza ajena. Es la manera de entender el cine de Panos Cosmatos y no es extraño que la cinta sea venerada y detestada a partes iguales. De hecho, imagino que según el estado de ánimo gustará más o menos, según el espectador tome todo como una excentricidad, una gamberrada con cierto estilo, como ocurría en los primeros largometrajes de Sam Reimi y entendamos que la forma supera con creces al fondo, o bien se intente bucear en su inexistente guion, en sus escenas sin sentido o en las caricaturas de algunos personajes, sobre todo los aterradores motoristas, que más que humanos parecen ser vecinos de los cenobitas de «Hellraiser». Lo que sí creo que coincidirá la mayoría en que ciento veinte minutos se antojan demasiado para tan poco argumento y a pesar de la lisérgica dirección de Panos Cosmatos el ritmo decae en más de un momento. Es el gran debe de «Mandy», algo para lo que parte del público no está preparado. Todavía.
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