El fútbol es un amante cruel. Y mucho. Muchísimo. No tiene piedad, ni analiza esfuerzos y caminos recorridos, simplemente actúa.

De chaval vas con tu padre al fútbol, y alucinas. Aprendes al momento que es tu equipo, que representa tu ciudad, tu barrio, tu forma de vida, sobre todo si eres de núcleos poblacionales pequeños. Te parece magia la forma en que esos once tipos que van vestidos iguales se coordinan en las jugadas a balón parado, piden decisiones al árbitro con la sincronía de un equipo de natación, contragolpean como relámpagos, celebran los tantos con furia… y sientes la llamada. Como si los cielos se hubieran abierto sólo para ti.

—Papá, voy a ser futbolista.

Y allá que te apunta. Su equitación, con sus botas que destrozas cada tres meses, al límite de tener que envolverlas en cinta aislante, viajes todos los santos fines de semana y ahí estás, en la liga alevín.

Tienes la suerte de contar con un entrenador que te ve por el ojito derecho. En sus tiempos fue central, llegó a debutar en Primera, aunque sin mucha suerte, y te da consejos. Es muy pronto para tomar decisiones, pero desde luego que destacas.

Y llega el infantil, y el cadete. Te ponen motes, pero eres un peso pesado en el vestuario. Kaiser, jefe, mariscal… Los juveniles ya es otra cosa. Te han ascendido un año antes de tiempo, y peleas con delanteros que te sacan mucha ventaja. Son más altos que tú, saltan como caballos de rodeo y corren como puñeteros demonios. Te cuesta horrores templar los nervios, y cada pérdida de balón es un gol en contra, hasta en los entrenamientos.

Te “degradan”. Alternas el juvenil y el cadete, pez grande en pecera pequeña o pez minúsculo en el Amazonas, he ahí la cuestión. Mal año, no te encuentras en ninguna parte y tu autoexigencia te tiene al borde de la depresión continuamente.

Al año siguiente es otra cosa. Ha ascendido por edad casi todo tu bloque. Has crecido y has subido de kilos. Esos delanteros ya no son tan inalcanzables, y por alto eres la muralla china. Tu mediocentro de confianza se convierte en tu mejor aliado, y hace que mejores con los pies una barbaridad. Puedes salir con el balón controlado, apoyándote en corto, o pegarle largo buscando las bandas o el ataque.

En un partido, a la desesperada, te ponen de delantero improvisado.

—Sube como Alexanco —dice el míster. Tratas de memorizar el nombre, a ver quién era ese Alexanco y qué pasaba cuando subía.

En una falta lateral, un balón suelto se te queda en el pie y lo mandas al fondo de las mallas. Delirio general y un punto que vale oro en la lucha del equipo para ir a división de honor.

El gran corte se avecina. No es fácil llegar al filial. De los que empezasteis en el alevín apenas quedáis tres o cuatro, y tienen mucho que seleccionar. Tratas de no pensar en eso y pensar que siempre te quedará ir a un equipo cercano y foguearte en Tercera.

Pero no es necesario. Te quieren, vaya que si te quieren. Juegas en el filial, pero entrenas con el primer equipo. El tipo al que deberías competirle el puesto te ve como a una especie de hijo, y no te oculta nada.

Estamos en un equipo resultón, que ha visto a los mejores visitarlos, pero es un recuerdo lejano y ahora toca batallar en Segunda B. Tu recién nombrado mentor te enseña trucos. Analizar a un delantero, ganarle la posición en las jugadas a balón parado, ser capaz de manejar el balón con alta presión del rival…

Aprendes por momentos. También es cierto que tienes delanteros de muchísima calidad, uno de ellos pichichi del grupo, con los que medirte. En el filial vas bien, titular indiscutible, aplicando conocimientos nuevos a la Tercera división. Nadie daba un duro por el filial y, sin embargo, vais a aguantar, incluso tenéis a tiro el ascenso.

 

Pero el que asciende es el primer equipo. Asciende y aguanta en Segunda. Se abre un abismo entre el primer equipo y el filial, y tú te quedas en medio. Tú y prácticamente todo el equipo. El 30 de junio trae una escarda. Estáis todos perdidos. Sin equipo. tampoco te has preocupado por eso, pensabas en ir por vía directa, pero vas a tener que hacer escalas.

Ya te ves en Tercera unos años para foguearte, pero no. A ochocientos cincuenta kilómetros de casa hay un equipo que te quiere. En Segunda B. Vas allí para jugar, por lo menos tienes opciones. No te cogen como sub-23 para rellenar entrenamientos. Te la juegas y firmas. En el peor de los casos, en Navidad te vuelves a casa.

Llevas mal el clima, y tus estudios se resienten un poco, pero te acabas haciendo a todo. El club va a trompicones. El bloque es demasiado joven y cae en todas las trampas de perros viejos.

Pasan unos cuantos años. Tienes veintinueve. Has pateado trece equipos en ocho años. Eres un tipo prestigioso, con tres eliminatorias y dos ascensos a las espaldas, pero no consigues establecerte en ninguna parte. Por fin, la oferta de tus sueños. Un equipazo increíble, buen sueldo y tres años de contrato. Raro va a ser que no veas Segunda siendo titular.

La campaña va como la seda. Todo el año entre los cuatro primeros y líderes casi quince jornadas. Salvo un par de tropezones puntuales, habéis dominado. Lideres, a la eliminatoria de campeones.

 

 

Tenéis enfrente un equipo humilde. Muy humilde. Hombre a hombre son más que discretos, pero ha conformado un bloque que es una bola de demolición. Actúan como uno solo, y cualquier balón suelto es un foco de peligro. Partido de ida. Gol a favor. Te abrazas con el otro central, a estas alturas es como tu hermano, y te llevas las manos a las sienes.

—Cero-cero —bramas a cada uno pidiendo calma. Es muy difícil no dejarse llevar por la euforia de la grada.

Otro gol. Dos a cero antes del descanso. Entráis en el vestuario aplaudiendo y gritando como si la sangre se os hubiera hecho bicarbonato. El míster llama a la calma.

—Que estos no se rinden y ahora sí que no tienen nada que perder. Lo mismo les da dos que cinco, y si nos marcan…

Y gol. En los compases finales habéis encajado el 2-1. Lluvia con sol.

Pasas la semana frenético. Los más risueños del vestuario tratan de alejar vuestras mentes, pero no es fácil.

Llega el gran día. Estás tan nervioso que te da la sensación de haberte tragado medio millón de serpientes que se revuelven en tus entrañas. Al bajar del bus llegas a sentirte un poco mareado, pero haces de tripas corazón y sigues.

Menudo partido. Cada minuto, cada pase, es una ocasión de gol, en una u otra portería. No puedes con los nervios. Su extremo zurdo es un puñal y tu lateral lo está pasando de pena. Tratas de ayudar, pero eres un camello persiguiendo a una liebre.

El portero casi te da un beso de tornillo cuando logras interceptar un disparo peligroso. En la segada y con el borde de la bota. Si te llegas a cortar las uñas del pie, no lo cazas. Minuto ochenta y cinco, empate a cero. La grada brama en tu contra. En la preparación de un córner a favor observas durante tres segundos eternos a un niño con los dedos entrelazados rezar al borde de las lágrimas. Te acuerdas de tus primeros partidos y estás a punto de llorar, pero tienes que aislarte, eres un profesional.

El árbitro da siete minutos de prolongación y le cuesta la tarjeta al extremo. Tienes que recorrer quince metros para separarlo, porque olía a roja.

Minuto noventa. Noventa y dos. Calambres en los gemelos, dolor de tripa… agotamiento en todas sus formas. Noventa y cinco. Noventa y siete. Córner en contra con todo el estadio al borde del infarto.

—Un despeje más, un despeje más… —te dices a ti mismo.

 

 

Te visualizas descosiendo el balón y ascendiendo a Segunda. A la desesperada ponen un centro. Hay un bosque de cabezas y tú estás el último de la hilera. El balón va pasando como si lo protegiera un halo de invulnerabilidad hasta que pasa por tu zona. Nadie te dice nada así que tiras de instinto. ¿Y si tienes un delantero detrás? Le pegas un testarazo con todas tus fuerzas, pero apenas te queda energía, la posición del cuello y la espalda no es buena, y el balón apenas rebota en tu frente lo justo para que sea imparable. Uno a cero y acabas de quedarte sin ascenso.

El portero no puede ni levantarse, deshecho en lágrimas. En medio de la euforia general, has quedado como el malo. Dan igual los abrazos de tus compañeros, los aficionados que llevan todo el día metidos en un bus que es una barbacoa con ruedas y vienen a consolarte, el tipo que te dice con genuinas lágrimas que eres un orgullo para este escudo porque sólo quieres ir a un sitio muy lejano, muy oscuro y muy solitario. Vas a ser famoso, y todo el mundo recordará este gol como culmen de tu carrera. Arconada contra Francia, Salinas contra Italia en el 94, el gol en propia del colombiano Escobar, Otto Khan en 2002, Cardeñosa, el penalti de Djukic…

—No hay nada que no se pase hablando con chiquillos —os dice el míster cuando las aguas se han calmado en ese vestuario—. Quiero que vayáis con los hijos, sobrinos… lo que sea, y si no conocéis, organizamos una visita a la planta de pediatría. ¡Señores, esto es un juego! No hay nada que no podamos resolver, y el hospital nos va a recordar qué es lo realmente importante en la vida.

 

 

by: Teodoro Balmaseda

by: Teodoro Balmaseda

Escritor de ficción y crítico desde la admiración. Si te gustan mis reseñas, prueba 'Buscando oro' en tu librería o ebook.

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