Siempre son interesantes las fabulaciones sobre hechos históricos. Reuniones de las que nunca se han sabido sus palabras y contenido aunque en muchos casos sí su trascendencia. Dos que se recuerdan, así «a vuelapluma», son obras de teatro que hemos podido ver en estos últimos diez años como «El encuentro entre Descartes y Pascal joven» de Jean Claude Brisville, donde en su versión española Josep María Flotats ofrecía un recital interpretativo encarnando al autor del «Discurso del método», un heredero del humanismo que atemperaba el ardor juvenil del brillante filósofo y matemático jansenista y «Copenhague» de Michael Freyn sobre la reunión que mantuvieron los dos físicos Niels Bohr y Werner Heisenberg en la casa del primero en la capital danesa, en plena lucha por conseguir la ventaja en el desarrollo del armamento nuclear en plena Segunda Guerra Mundial y siendo enemigos en la contienda y maestro y discípulo en su profesión y que tuvo una adaptación cinematográfica con Daniel Craig y Stephen Rea.
Momentos importantes donde gente de cultura extraordinaria debatía sobre temas morales y éticos de capital importancia. En «El viaje» lo que se nos ofrece es una invención sobre lo que pudo suceder en un corto trayecto por las carreteras escocesas entre dos personajes antagónicos en el conflicto del Ulster como el líder del Sinn Fein Martin Mc Guiness y el fundador del Partido Unionista Ian Paisley. Dos hombres enfrentados durante décadas y de caracteres diametralmente opuestos. Todo comienza por un estacamiento en el Proceso de Paz de Irlanda del Norte y la oportunidad para el régimen de Tony Blair que se dio al tener que acompañar Mc Guiness a Paisley en un viaje relámpago a Belfast para celebrar sus «bodas de oro». A partir de ahí, el realizador británico Nick Hamm, cuyo trabajo más reconocido hasta la fecha era la angustiosa «The hole», imagina en clave de «road movie» de que pudieron hablar durante su trayecto al aeropuerto confrontando su visión sobre un problema anquilosado en el tiempo y donde unos se sentían en guerra por una ocupación, con el sangriento IRA y su brazo político, el «Sinn Fein» contra unos «unionistas»que soportaban los terribles atentados y que contaban con la complicidad de Londres. Una «guerra sucia» que durante décadas vivimos en España con la banda terrorista ETA y su «brazo político» Herri Batasuna, con todas sus posteriores marcas. Es inevitable su traslación en clave nacional aunque sean temas distintos tanto a nivel político como histórico.
El caso es que el largometraje funciona y su hora y media resulta entretenida, aunque el guion resulte ingenuo y diste bastante de la complejidad de la realidad política pero un realizador no tiene por qué ser un estadista y en el ritmo, cosa achacable a Hamm, consigue que su historia se vea con agrado y con interés. Todo ello merced a dos actores extraordinarios como el irlandés Colm Meaney y Timothy Spall, del que de su buen hacer ya hablamos hace meses por su perverso escritor en «Negación«, acompañados por secundarios de lujo como John Hurt o Freddie Highmore, conocido por su protagonista en «Bates Motel», con una puesta en escena que supera lo teatral y que deja un buen «sabor de boca» aunque se quede algo escasa en explicaciones y se note algo de maniqueísmo, no tanto como pueda suceder si hubiese sido Ken Loach o alguien parecido pero desde el primer minuto son los del Sinn Fein los que quieren la paz, con un Martin Mc Guiness que es simpático, inteligente e irónico contra un Paisley intransigente, obcecado y absorto por la religión aunque hay que reconocer que Hamm ha optado por «blanquear» su argumento y a pesar de esta definición de los personajes principales va adecuando sus reacciones para que podamos entender su opuestos puntos de vista, aunque debe quedar claro que estos complejos asuntos no se pueden desentrañar con buenas intenciones, palabras y actos buenistas, cosa que, por desgracia, vemos entre la población que en aras de «ideas preciosas» y exceso sentimental no analizan con un mínimo de rigor incidentes de gran calado y difícil solución, viviendo en una eterna adolescencia, o peor aún, un parvulario infinito.
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