«House of Cards» comenzó en 2013 como una destructiva serie sobre el poder y cómo mantenerlo a cualquier precio. Un juego de intrigas creado por Beau Willimon, adaptando para el público norteamericano la británica serie ideada por Michael Dobbs. Para ello se reunió con el talento de David Fincher que dirigió los dos primeros episodios y que produce desde entonces, y donde se podía plasmar en todo su esplendor la idea de la impunidad del mal, presente en la trayectoria fílmica del autor de «Seven». Un senador que es ninguneado para el cargo de Secretario de Estado y que desde ese momento tejerá una tela de araña que le lleva a ser presidente de los Estados Unidos, aunque por el camino se cobre todo tipo de víctimas, algunas profesionales y otras asesinadas sin rubor. Un Maquiavelo que mantiene en todas sus consecuencias aquello de que el fin justifica los medios y deja perlas como que la democracia está sobrevalorada y que el poder es superior al dinero.
El problema es que en esta quinta temporada empezamos a ver síntomas de agotamiento, pues de los trece episodios algunas tramas parecen alargadas, dejando el «climax» para los últimos cuatro episodios, donde los acontecimientos dan un inesperado giro y las mujeres empiezan a relevar en inquina, maldad y ganas de tomar el poder a los hombres. No sé si es casualidad, pero estos últimos capítulos están dirigidos por la otrora magnífica realizadora polaca Agniezska Holland, cuya carrera no remontó tras los logros artísticos de «Europa, Europa» y «Olivier, Olivier» – a pesar de haber rodado con asiduidad – y Robin Wright, que alterna su condición de protagonista con estos primeros pasos en la realización cinematográfica. Como es de esperar la ambientación sigue siendo magnífica y algunas historias son interesantes, como se puede comprobar en el matrimonio Underwood, que utilizan el populismo más rancio o la guerra como pretexto para mantenerse como cabeza visible de la Casa Blanca, eliminando adversarios e intrigando en los pasillos como Yago en «Otelo». Y no es casual el utilizar a Shakespeare, pues Frank Underwood tiene bastante de Ricardo III, incluso en esos momentos estupendos donde rompe «la cuarta pared» para dirigirse al espectador, cosa que se utilizaba en la tragedia del genio inglés, y en «El club de la lucha», por lo que Fincher sigue presente. Ni que decir tiene que Kevin Spacey sigue encarnando a su cruel personaje de forma admirable, consiguiendo que tan abyecto ser acabe resultando, si no simpático, por lo menos tolerable, como sucedía con el rey británico, un ser deforme pero de gran inteligencia que utilizaba el asesinato para perpetuarse como poseedor de la corona. La sorpresa llega con Claire Underwood que se convierte en toda una «Lady Macbeth» que va «malmetiendo» poco a poco, disputando el «cetro» a su marido, aunque parece poco veraz que ella también nos hable a los espectadores y empiece su escalada homicida. Tal vez sea el hecho de haber perdido una historia tan interesante como la de Mahershala Ali y Molly Parker, sustituidos por Patricia Clarkson como secundarios de lujo o que el ayudante interpretado por Michael Kelly empiece a ser repetitivo en sus acciones, lo que hace que esta quinta temporada termine por flaquear, aunque el tono medio sea correcto y para sí lo quisieran la gran mayoría de las series que ahora mismo se encuentran en nuestra programación. Confiemos que el próximo año llegue a los límites de excelencia de sus capítulos precedentes.
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