Corren los tiempos de Internet, de los memes, de la imposibilidad de aburrirse. Son tiempos en que cierta clase de bandas escasea; bandas que, una vez, fueron de lo más común. Bandas que se formaban, componían y ensayaban porque, entonces, no había mucho más que hacer, e invertir tiempo en un grupo comenzaba por ser un oficio a tiempo completo no remunerado y de futuro incierto. Puede que Brother Hawk formen parte de tal estirpe, que hayan dado cien conciertos y ensayado miles de horas antes de grabar el genial Big Medicine. Quizá en Atlanta no haya mucho que hacer, más allá de trabajar o formar una banda de rock sureño. Y si me equivoco, bueno, hay algo indiscutible: Brother Hawk tienen el directo de esa clase de bandas.
Ni la duración del concierto fue suficiente -75 minutos- ni mucho menos el sonido. La batería arrasaba con todo y el teclado superaba por un buen puñado de decibelios a la guitarra; en una sala tan pequeña como la Fun House, todo resuena. Durante el primer tema fue complicado distinguir algo entre tal amasijo de golpes y melodías. La ecualización mejoró y, aun quedando baja la guitarra, protagonista casi absoluta del sonido de la banda, pudimos disfrutar del show gracias a lo fácil que le resulta al grupo envolver al público con su música.
Estamos ante un cuarteto con un dominio absoluto de los crescendos, maestría que lucen en sus composiciones y que, en directo, explotan sin pudor. Ese efecto, que capta la atención de los presentes con inicios suaves y emotivos, y que dispara la adrenalina con finales pirotécnicos, lo consiguen gracias a una confluencia de habilidades fruto del ensayo. No todo es talento, aunque aquí también hay: un animal de la batería que sacaba oro rítmico de un conjunto sobrio y escaso; un bajista que, desde la sombra, acolcha los golpes desbocados del percusionista, así como las melodías de los protagonistas, J.D Brisendine, hombre, guitarra y voz, y Nick Johns, el teclista que se sumerge en el mismo trance que el resto. Juntos, forman un círculo que gira sin chirridos, una rueda a la que le sobra engrase.
Piezas como “Ghost” o “Half empty” se dirigen nota a nota y al ritmo adecuado hacia los tramos finales, aumentando la potencia poco a poco, con ímpetu creciente, conteniendose cuando deben y descargando truenos cuando toca. El punto final, cuando los músicos vuelven a sus puestos y abren los ojos, es un silencio que alivia a todos. Unos segundos necesarios para degustar lo que acaba de ocurrir, para concluir que nos han llevado hacia donde han querido sin aparente esfuerzo.
La fórmula se repite, pero no agota. La aplicaron a algunos otros temas de su debut, como “Have love will travel” o “Scarlett”, así como al espectacular final que supuso un “Cortez the Killer” de más de diez minutos. Intensidad y más intensidad, una eclosión tras otra que, de haber sonado como todo concierto debiera sonar, estaríamos hablando de un concierto más difícil de olvidar de lo que fue.
Tengo muy claro por qué voy a recordar este concierto. En parte, por lo familiar del ambiente, unas treinta personas que abrían ojos y oídos ante el espectáculo, gente con quien compartir miradas de complicidad. Pero, sobre todo, porque Brother Hawk despliegan sobre el escenario todos los elementos que le pido al rock: canciones, intensidad, emociones y actitud.
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