Bien, veamos. Glenn Hughes, niño prodigio desde que era bien joven. Ecléctico en sus gustos y, sobre todo, dotado de una voz espectacular y distinta. A nadie debería escapársele el hecho de que hay artistas que se hacen a sí mismos a través de maratonianas jornadas de trabajo y luego están los que, dotados de un aura celestial, parecen haber sido tocadas por las musas de Apolo para el ejercicio de las artes. Él pertenecia a los segundos.
Su carrera con Trapeze, lejos de recibir un impacto mediático considerable -lo mismo podríamos decir de los Elf de Ronnie James Dio, los Montrose de Hagar o los Samsom de Bruce Dickinson-, sirvió de trampolín necesario para que, con la edad de veintitrés años, fuese llamado a filas y ser parte de una de las formaciones más espectaculares de la historia: la MK III de Deep Purple. Todos sabemos cuál fue el devenir de ese combo al que le precedía toda una constelación de grandes trabajados editados tanto en estudio como en directo; Blackmore, fiel a esa intransigencia que casi logra enterrar a la banda musical y comercialmente en numerosas ocasiones, veía con malos ojos cómo el dúo formado por Coverdale y Hughes hizo virar el timón de la banda hacia una amalgama -sensacional, por otra parte – de sonidos donde la música negra, especialmente los ritmos de música funk y soul, dominaban el ecosistema musical de grandiosos discos como Stormbringer, Burn y Come Taste The Band.
Sí es cierto que los noventa fueron duros: una vez más, el consumo de drogas minó la estabilidad musical y emocional de un músico que, al igual que muchos coetáneos suyos, buscaba reafirmar o buscar una identidad musical acorde con una década que se cobró varias víctimas debido al inmisericorde paso del tiempo. Álbumes como From Now On, Feel y Addiction, pese a contar con los sellos distintivos que hicieron del de Sttafordshire uno de los grandes genios del rock, no funcionaron todo lo bien que se esperaba y no refrendaron esa ‘resurrección’ de ‘la voz del Rock’ en el sensacional Face The Truth de John Norum de 1992. El nuevo milenio, en consonancia con el revival de hard rock que hubo en las postrimerías de la década pasada y comienzos del nuevo milenio, se encontró a sí mismo y, especialmente, a un público que buscaba ver cómo aquellos que fueron cola de león en épocas pasadas, recuperasen el brío que les impulsó al estrellato.
Composiciones como «The Valiant Denial» -excelente simbiosis entre psicodelia, funk y hard rock, «Movin On» y «Steppin On» muestran la solidez no sólo del maestro, sino también de los instrumentistas que le acompañan. El trabajo de Chad Smith, quien por aquel entonces se encontraba bosquejando lo que sería el proyecto de los fallidos Chickenfoot, es sensacional, desplegando una serie de breaks y cambios que nos recuerdan al coloso que firmó maravillas como Blood Sugar Sex Magik o One Hot Minute con los Red Hot Chili Peppers; el trabajo de Glenn como bajista tampoco merece desperdicio: la alternancia entre líneas lentas y rápidas de bajo en los temas referidos, como sucede con la sensacional «You Got Soul», donde funde la música de Purple de mediados de los sesenta con esos posos de Aretha Franklin en las melodías vocales, contrasta con la bella acústica de «This House»: cálida y sensual, y la sección de cuerda, acolchada, de la mano de la orquestación, miman y acarician el tema, sirviendo de puente perfecto para canciones más genéricas como «Black Light», «Nights In White Satin» -participación estelar de John Frusciante a las seis cuerdas, «Too High» o «The Divine», cortes que si bien no suponen un cambio notorio respecto a las anteriores, mantiene el muy buen nivel de un álbum destacable pudiendo no satisfacer a los fanáticos del hard rock más puro, pero sí a los que valoramos enormemente la faceta menos hard y melódica de una de las grandes voces que ha dado esta música. Inconstante como muchos genios, pero cuando afina, sólo queda rendirse ante él. Un notable alto para Music For The Divine. Bien por el maestro.
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