A Letter Home se me asemeja a un capricho, a esa locura que a todo genio le apetece hacer de vez en cuando. Una de esas ocurrencias que poca gente se puede permitir. Neil Young ha grabado un disco de versiones en una cabina de grabación de feria de los años 40, propiedad de uno de los más locos rockeros, Jack White, dueño de Third Man Records. Y no ha grabado temas propios, sino versiones de los clásicos que escuchaba en la infancia. Una excentricidad que, sorprendentemente, suena extremadamente tierna.
Choca el sonido antiguo, cutre, nada que ver con las producciones retro a las que nos está acostumbrando la moda. Aquí hay ruido de maquinaria al mismo nivel que guitarra, voz, silbidos y armónica, y lo cierto es que no sienta bien a la primera escucha. A la segunda, se convierte en parte del encanto, y lo que impera es una ternura sorprendente por parte de Young, que canta las canciones de su infancia con una pose extremadamente natural.
Si tuviera que quedarme con alguna de las versiones, sin duda, escogería la primera que se grabó, «Needle Of Death», descorazonadora, con un Young explotando ese tono tan agudo que los años y la hierba no se cargan; pero resulta difícil desmerecer alguna pieza, pues filtradas por el talento del abuelo del grunge y paridas en el cuchitril de 70 años, suenan a gloria. «Girl From The North Country» es magistral, pero empezando el disco por el final, no desentonan «If You Could Read My Mind», todo afecto, la elegante «Since I Met You Baby» o la afectiva «My Hometown».
Lo que podía haber sido un capricho anecdótico, resulta ser un disco delicioso, una curiosidad llena de tiernas melodías e interpretaciones que definen por si solas el talento de un músico que lo tiene todo ganado. Un precioso ejercicio de nostalgia que un hombre de 68 se puede permitir, también.
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