El cine dominicano está consiguiendo en los últimos años una repercusión no antes vista, apostando por la incipiente industria cinematográfica, un valor en desarrollo y al alza como ha notado el estado caribeño como opción real de mercado complementaria al turismo, principal fuente de recursos de la isla, como hemos podido observar en iniciativas como el proyecto «Grabando Dominicana», introduciendo el audiovisual en proyectos de formación técnico- profesional en barrios deprimidos de Santo Domingo. Cosa de la cual nos alegramos, observando estas primeras coproducciones, en este caso con España.
«Miriam miente» llega con la vitola que le otorga sus premios, como el Colón de Oro en el Iberoamericano de Huelva, el Festival de Cine de Gijón o el de Karlovy Vary, situando a sus directores, el hispano Oriol Estrada y la dominicana Natalia Cabral, en el mapa del séptimo arte, aunque su labor más destacada en la cinta es la de guionistas, pues el «libreto» es superior a la «puesta en escena». Es mejor lo que se cuenta que cómo se cuenta. Se centra en una historia costumbrista en el marco de una familia burguesa, donde dos amigas preparan su fiesta de presentación en sociedad, al cumplir los quince años, acto importante dentro de la sociedad dominicana como nos ha confesado algunas mujeres del país. El título es literal y dispara sobre algunos de los prejuicios de la población, desde la diferencia de clases al racismo, como nos contó esa misma persona con un mezquino dicho: «Prieto (negro) en casa «na» más que el caldero». Lo divertido es que Miriam es mulata y le aterra el presentar a su madre a su amorío por chat, ya que es negro. Una progenitora blanca de una familia venida a menos (intuimos que por el fallecimiento del padre y un fallido matrimonio con un mulato). Su argumento acaba siendo convincente, con dos amigas ajenas a un mundo de los adultos marcado por la búsqueda del dinero y la posición social por encima de cualquier otra consideración, incluida el amor. Algo que no nos resulta ajeno, y por otro lado entendible pues quien no quiere lo mejor para sus hijos, salvo el estado que desea lo mejor para él.
El problema surge con la idea visual, pues sus responsables eligen rodar todo con planos en exceso cerrados, con abundancia de planos- contraplanos y en primer plano en casi su totalidad (de hecho recordamos pocos medios (salvo la fiesta) y casi ningún general). Una opción discutible que no termina de convencernos, junto a la dirección de actores donde optan por el hieratismo bressoniano, donde apenas unos cuantos secundarios aportan algo de movimiento a sus interpretaciones. Sorprende ver a chicas de esa edad que apenas sonríen, lo mismo que sucedía en los adolescentes de «Barrio» de León de Aranoa, realizador con el que se pueden ver algunos paralelismos. Producto digno e irregular, con algunas secuencias interesantes, un final magnífico y un tono que e agradece, ya que Cabral y Estrada se dedican a ofrecernos su visión pero sin juzgar ni caer en maniqueísmo, por lo tanto tratando al espectador como alguien inteligente y capaz de conformar su propia opinión.
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