Vemos, en esta fotografía, al amor. Esas viejas manos evidencian su duración, que es mucho más allá de esta vida. Y el árbol, nos dice que este acto, el de amar, conlleva etapas, como pasa con sus anillos de veta.
Sólo una pizca de eternidad nos separa de la bestia ignorante y, ¿cuán lejos estamos del helecho, la rosa, levadura esencial?
A todos nos gusta el amor, desde niños. Afirmo pues que la piel está sobrevalorada. Que los cinco sentidos entorpecen el sentir y enturbian ese significado profundo del misterio amatorio. Todos tenemos un amor en la boca del misticismo, un amor elevado. A golpe de clic, enciende, ilumina y lleva nuestro corazón táctil de quinientos mega pixeles hasta el éxtasis.
Nos gusta, nos gusta el amor. Pero, ¿proyectarlo? O sólo recibirlo.
Seamos amantes tan serios como niños; como cisnes. Cuando el amor se ha ido, vamos a la deriva. Hasta que reasuma el mando, nuestro yo estará amotinado. El amor empieza cuando Dios termina y el hombre cae, mientras las cosas, demasiado eternas, comienzan a gastarse. Y también los hay que quieren que desaparezca, pero el vagabundo que estaba seriamente enfadado con los teléfonos no lo permitirá.
La alquimia del mundo, dispuesta de manera drástica, hace que todo ser viviente aparezca en bruto. De nosotros depende el equilibro de la vida en común. Algo que se regula orbitándonos hasta alcanzar una determinada sinergia entre nuestros corazones; ese enlace covalente.
El amor es, simplemente, la forma del comienzo tercamente escondida detrás de los finales. Ese silencio mientras te miro.
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