Pues sí, la felicidad de la niñez amortigua
cualquier sufrimiento en la edad madura.
Pero mis hijas no han sido tan felices
cuando me separé. La mayor, con cinco años,
se quedó llorando al verme marchar.
Algo que ahora sé, no tendría que haber ocurrido.
Como tampoco aquel día. Me encontraba trabajando
en mi escritorio y sentí un dolor punzante
en la muñeca; de manera espontánea,
se rompió un hueso. Fui al traumatólogo,
era mi primera visita. Y al entrar por la puerta
me dijo sin conocerme: “Esos poemas…”
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