Diez de la noche, Jerez de la Frontera. Con el Patio de la Tonelería como anfitrión, Neil Moliner y su banda saltaba a escena. Un mar de cabezas se divisaba ocupando cada centímetro de cemento, una alfombra de almas entregadas para cantar y bailar. Un encuentro entre sur y sur, entre el de más allá del Atlántico y el de las campiñas y los verdes mares con el punto de unión de un músico catalán, Nil Moliner, que desde el primer instante conquistó una noche del Tío Pepe Festival que por derecho era suya y para él. Acompañado de una banda de siete músicos que le arropa en cada momento y a la que otorga su necesaria importancia, comienza a enloquecer la noche entre ritmos tropicales, caribeños, latinos, africanos, una mezcolanza de sonidos conviviendo en en la casa común del pop. Con la inicial «Mi religión» queda claro que todo el mundo ha venido a pasarlo bien, tanto debajo como arriba del escenario, y desde luego, los músicos están poniendo de su parte para que dicho buque llegue a buen puerto.
Un Nil Moliner afable, comunicativo, cercano, baila, salta, invita al público a la ceremonia de la felicidad, un rito fecundado por el color, calor y fuerza que añaden sobre el escenario los vientos y la percusión. Sonrisas, recorren el escenario, emociones viven debajo de él. «Costa Rica», «Me quedo», letras corales que invaden la noche jerezana, miles de gargantas al unísono, invitación a bailar sobre el escenario por parte de Moliner que sube a parte del público para que comparta protagonismo, porque la música sin la gente es menos música, porque la vida sin música es menos vida. Bachata, salsa, rumba catalana… todo tiene cabida en la música de Nil Moliner, que transmite, muestra, se entrega a un público que le corresponde de la misma manera. Sillas al borde del escenario, toda la banda junta, una gran familia que canta canciones que les hace disfrutar, mientras suenan «Mejor así», «Sin tu piel» o «Despertar», creando un ambiente íntimo en medio de un maremágnum de cuerpos que no dejan de bailar.
El concierto vuela libre, como si acabase de empezar y sin embargo va afrontando ya su parte final, señal cuando el tiempo corre en un abrir y cerrar de ojos, de que se está disfrutando. Manos arriba, saltos sincronizados con nadie, «Luces de ciudad», «Hijos de la tierra», «Enseñame», «Esperando», «Vuela alto»… ya no hay marcha atrás. Llega el momento culminante, el gran éxito de Nil Moliner a nivel mediático que se ha convertido en un himno personal y que se celebra en el Patio de la Tonelería como si perteneciese -y no es así a fin de cuentas, cuando una canción te conquista para siempre- de todos y cada uno de los que prestan sus voces para que la magia cobre forma mientras «Libertad» se funde con la noche jerezana. De ahí al final ya todo son caras cansadas de felicidad y ganas por parte de un público compuesto de mucha gente joven, con ganas de que nunca acabe. En esta revista no somos de titulares, pero si tuviese que destacar uno para definir el concierto de Nil Moliner, resaltaría que su música fue una puta oda a la felicidad, y ojo, que eso en los momentos que corren, no es cualquier cosa. Por mi parte, he llegado a casa y he rescatado mis discos de Hechos Contra El Decoro y Color Humano, porque si algo he comprendido después del concierto de Nil Moliner, que detrás de su música hay mucho más que la inmediatez de una plataforma musical.
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