En casi todas las versiones hollywoodienses se suele definir a la figura del productor como un ser taimado que sólo mira la cuenta de resultados y le importa poco o nada el arte frente al genio creativo que es el director que tiene que lidiar contra tan tiránicos seres que laminan cualquier atisbo de creatividad sólo pensando en el rendimiento económico.
Suponemos que cuando pasen los años, los productores actuales serán célebres por imponer una agenda ideológica que tiñe toda producción audovisual, de tal forma que hasta los Oscars tienen que cumplir una serie de condiciones para poder optar a tan celebérrimo galardón. Naturalmente quien se sale del dictado es declarado persona “non grata” y expulsado de la profesión aunque, por desgracia, para ellos no hay una Europa que les acoja como a Dalton Trumbo, Jules Dassin o a Joseph Losey. Woody Allen empezó su periplo pero duró estreno de su, posiblemente, última obra «Rifkin´s festival».
En estos tenebrosos tiempos otra costumbre de las “majors” es tomar un clásico de la compañía y adaptarlo a los nuevos tiempos, eliminando los componentes que consideran inadecuados y sustituyéndolo por otros valores más acordes a sus ideas. Lo que es sorprendente es que, por norma general, estos productos suelen fracasar pues el público parece que no le interesa en exceso estas lecciones morales pero rompiendo esa máxima estadounidense de que el dinero es lo primero, en un ejercicio de lo que el filósofo Miguel Ángel Quintana Paz llama “capitalismo moralista”, parece perseverar en el error.
Disney es un ejemplo claro de esto y con “Willow” vuelve a tomar un clásico ochentero que a pesar de no ser un excelso largometraje sí tuvo cierto éxito en su día, merced a la moda de principios y mediados de los ochenta con aventuras fantásticas que bebían de “El señor de los anillos” o “Conan, el bárbaro” y dirigidas por buenos artesanos como Ron Howard. El caso es que el “Willow” original tampoco ofrecía una visión demasiado anticuada, con un “pillo” simpático como Val Kilmer, un mago imposible que luchaba con la fuerza de la fe en sí mismo y una princesa. Brujas malvadas, castillos, hechicería y enanos con poderes que encandilaron al público pero no tanto a la crítica pues acabo siendo nominada a dos “razzies” (entre ellos el de mejor guion), cosa que podría tener esta serie pues sus ocho capítulos en una suma de lugares comunes y de desmitificar los cuentos, con príncipes a los que hay que rescatar, jóvenes empoderadas que no hacen apenas nada mal, varones torpes que sirven como alivio cómico salvo el mago que pasa de ser joven inexperto a sabio en su madurez.
Interpretaciones hieráticas de chicas que al mirar a todo el mundo por encima del hombro sólo tienen un registro interpretativo con cabellos y maquillajes que más que estar en sucios lugares del pasado parecen modelos sacados de la peluquería y un guion de alguien eficiente como Jonathan Kasdan (el hijo del gran Lawrence Kasdan) que naufraga por un exceso de personajes y situaciones que más que tener emoción sirven como pretexto para desmitificar al “Willow” de 1988, saturado de efectos y paisajes por ordenador pero con alguna criatura construida con maquillaje o marioneta que sí dota de cierto encanto. Hasta la banda sonora del admirable James Horner es sustituida por otra inferior de James Newton Howard y Xander Rodzinski con el colofón en los créditos finales de añadir versiones u originales del rock de los ochenta y noventa que no casan con el resto.
Repite como protagonista Warwick Davis como Willow donde aparecen como invitado Joanne Whalley y un Christian Slater como amigo a desmitificar de Val Kilmer. El resto es un reparto de inexpresivas caras aunque atractivas (y nada sucias, a pesar de su ambientación) y una pléyade de alivios cómicos que no ofrecen más recorrido que servir de epítome de los lugares comunes de la ideología que se intenta plasmar. Además, el problema radica en que todo se hace sin ninguna emoción, con una cuestionable puesta en escena en ocho capítulos que se eternizan y que no aportan nada novedoso, original o digno de encomio. Un estrepitoso fracaso que es posible que no tenga continuación a pesar de que en su final nos avisen de dos temporadas más.
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