El cine, en este caso las series, británicas están ofreciendo una buena muestra de la mezcla de géneros, donde lo mismo se puede unir la comedia con los zombies o esos mismos muertos vivientes con la crítica a los «realitys shows» como es el caso de «Zombies party» o la serie «Dead set». Uniones que acababan funcionando merced a un humor negro pleno de sarcasmo e ironía, un pesimismo con la condición humana reflejando las miserias de nuestra sociedad y una realización que enlaza con el cine independiente en su mejor vertiente.
Y mucho de esto hay en «The end of the f***ing world», estupenda miniserie inglesa que sigue la línea marcada por otras producciones de los últimos años que narran las dificultades y miedos de los adolescentes contemporáneos, unos jóvenes problemáticos e inadaptados que intentan sobreponerse al mundo que les ha tocado vivir revelándose contra todo y todos, tipo «Las ventajas de ser un marginado» y similares, lejos del modo de vida estadounidense y el sueño americano y más cercano a la crisis, la falta de oportunidades y futuro. Lo que seduce de «The end of the f***ing world» es su tratamiento pues todo eso lo consigue con tono de tragicomedia aunque la risa no sea evidente y no existan «gags» inmediatos pero todo el envoltorio esté teñido por ese punto histriónico que baña todo el conjunto. Los inadaptados protagonistas aplican a sus vidas un carácter nihilista que acaba resultando encantador, dos formas de ser excesivas y cercanas al cómic que según van sucediéndose los capítulos se enriquecen y aportan más matices. Y no es sencillo, pues el chico cree ser un psicópata y proto- asesino en serie que elige como primera víctima a una compañera de instituto enfadada por la vida, con tendencia a la coprolalia. Una joven con misantropía con un hartazgo contra el mundo difícil de canalizar. Tras abandonar sus domicilios emprenden un viaje iniciático hacia ninguna parte con objetivos distintos; uno, matar a su compañera y la otra encontrar a su padre perdido. A partir de ahí comienza una presentación psicológica bien tratada donde se comprueba como la obsesión por la muerte viene por presenciar en directo el suicidio de su madre y su odio a la humanidad por vivir en una familia donde la nueva pareja de su madre no la quiere y la desplaza en su propia casa.
Todo ello, enfocado en ocho episodios con la inteligente propuesta de sintetizarlos en capítulos de poco más de veinte minutos por lo que una vez que el espectador entra en el juego propuesto en su primero es complicado que no se vean todos seguidos, como un maratón, ya que solo son necesarios poco más de dos horas y media para completar esta primera temporada (avisamos que el epílogo deja abierto una segunda). Los guiones son ágiles y divertidos, con la brillante idea de conocer los sentimientos de los personajes mediante monólogos interiores por lo que se forma la dicotomía de estar diciendo una cosa y pensando la contraria, creando el equívoco entre ellos pero no así en la audiencia. Para ello, se debe contar con una pareja protagonista que funcione en pantalla y Alex Lawther (al que recordamos en un siniestro episodio de la tercera temporada de «Black Mirror) y Jessica Barden (con un papel importante en el «Langosta» de Lanthimos) tienen la química suficiente para potenciar que el ritmo no decaiga y que poco a poco vayamos tomándoles cariño aunque sean unos perdedores con ínfulas, pues en el fondo nos están explicando sus creadores ese miedo a crecer, a ser adulto, con la responsabilidad y libertad que eso conlleva pero lejos de esos mismos temores ochenteros en cintas como la magistral «St. Elmo, punto de encuentro» de Joel Schumacher. Aquí no se tiene miedo a dejar la niñez para emprender el trabajo y la rutina de la vida adulta sino que no hay posibilidad de tener un futuro prometedor sin utilizar la inmoralidad, ilegalidad o situarse fuera de la ley y así estos modernos «Bonnie y Clyde» recorren Inglaterra en busca de su tiempo perdido aunque lejos del ideario proustiano y más cerca del «pulp».
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