Cuando un jovencito, furioso y, en cierta medida, Brian Warner deambulaba por las calles y locales de Florida con el objetivo de purgar a través de la música los recuerdos de una adolescencia traumática anulada por los implacables dictámenes de la educación eminentemente conservadora norteamericana, tenía una idea: matar el Grunge y los restos que éste había dejado en el panorama musical. Así se presentó en sociedad. Contaba con el beneplácito de un Trent Reznor que a mediados de los años noventa, edición de The Downward Spiral de por medio, se había consagrado como uno de los Rockstars más emblemáticos. Manson, bien enseñado y apadrinado por el líder de Nine Inch Nails, y tras haber dado una pequeña muestra de todo su potencial en Portrait of an American Family -1994-, decidió acometer la creación de un álbum que amalgamara y sincretizara cada uno de los vaivenes, desmanes y contradicciones no ya sólo de América, sino de Occidente en sí. Antichrist Superstar -1996- era la máxima expresión, por aquel entonces, de la América oprimida, ignorada y silenciada por las voces de los poderes políticos, públicos y espoleada por un sistema educativo deficitario. El miedo como principal palanca para inhibir los sentidos y monotorizar el crecimiento. Para la elaboración de su personaje, el Reverendo optó convertirse en su propio Duque Blanco -nunca ocultó su fascinación por el finado David Bowie– pero adoptándolo a su propio credo musical, convirtiéndose en un sujeto consumido por el hedor de un pasado que nunca supo dejar atrás.
1996 era el momento en el que Manson y sus adláteres tenían la oportunidad para hacer de su música no sólo un conducto, una válvula de escape y un soberano ejercicio de libertad de expresión, no: el objetivo era clavar una estaca en el corazón de la sociedad norteamericana y sublimar la ausencia de capacidad de análisis y conciencia crítica por parte de sus conciudadanos. El Anticristo suponía una reacción exacerbada ante el fanatismo y la decrepitud moral de los citados grupos de poder que complementan al Gobierno y la forma de protestar ante la fría y calculada indiferencia que la Humanidad y la sociedad en su conjunto muestran ante todo aquello que se sale de sus cánones éticos y morales. Amalgamando, en el aspecto musical, todos los elementos de la Electrónica, el Rock Industrial y el Glam, creó un conglomerado sónico alimentado por un ambiente irrespirable: la opresión y unas drogas que consumían su alma al mismo tiempo que servían de alimento a su rencor. Eran tiempos de habitáculos subterráneos en los que se encerraba con sus compañeros para crear ese disco que lo convirtiera en leyenda. Del mismo modo que Trent Reznor usó como centro de operaciones para su aclamado trabajo de 1994 el enclave en el que Charles Manson y La familia mataron a Sharon Tate, la, por aquel entonces, mujer del cineasta Roman Polanski, él era consciente de que frecuentando los arrabales de las ciudades del estado de Florida llegaría a su finis terrae particular.
Arranca el álbum con Irresponsible Hate Anthem: una multitud enfervorecida corea un estribillo en el que hacen apología del odio como forma de subversión y para agitar conciencias. No cabe el amor y sus efectos en un corazón subsumido en la frustración y en la soledad. Todo ello acompañado de riffs mecánicos y trenzados de la mano de una base rítmica que machaca un mensaje autómata y en el que es dificíl no identificarse: ¿hasta qué punto renunciamos a ser nosotros mismos para poder ser aceptados por los demás?. Del mismo modo que un espectacular Twiggy Ramírez secunda al Reverendo en la composición y en auténticos tratados de inteligente síntesis entre el Reznor de Pretty Hate Machine y el Rock de los setenta como Little Horn, Wormboy y Kinderfield, el conjunto norteamericano, con su sensacional The Beautiful People, desgrana los vanos intentos crepusculares de la civilización por su obstinación en querer cuidar un físico, el cual, el paso del tiempo maltratará y dejará a cenizas reducido en vez de sustraerse al encanto que producen el estudio y el aprendizaje como conquista del progreso. Él, antítesis musical y representante de un sector de la sociedad de la época desencantada con el cariz de los acontecimientos que se sucedían en su país, desciende a los infiernos en 1996, no sólo como adalid de los bajos fondos y de la América reprimida, sino como antagonista del músico Rock como fenómeno de masas, aprovecha esta tonada para vociferar acerca de la música como herramienta de denuncia y no sobre las vicisitudes y contrariedades que la fama acarrea consigo.
Manson también advierte del peligro y las consecuencias del fenómeno fan. En la tormenta en forma de despiadados soniquetes de Mister Superstar reflexiona de forma irónica a la par que amenazadora sobre el efecto que provoca entre nosotros la idolatría y la personalidad del artista o la clase política como reflejos de lo que un día anhelamos ser y no pudimos: es difícil no reconocer aquí a nombres como John Kennedy, Lee Harvey Oswald, Mark David Chapman, John Lennon, o a Valerie Solanas, el autor del atentado que casi acabó con la vida de Andy Warhol en 1968. El Anticristo se deja ver de nuevo en auténticas delicias sónicas como Tourniquet, donde el descomunal trabajo de Ramirez al bajo y a la guitarra, respectivamente, crean un entramado sónico delirante a la hora de relatar la obsesión de un hombre en llevar el amor por su pareja más allá de los límites establecidos, embalsamando su cadáver para que permanezca eternamente a su lado.
The Reflecting God, Deformography y Angel With the Scrabbed Wings seguramente sean, por así decirlo, las canciones más variadas del álbum: apoyándose las unas en las otras en el concepto de Nietzsche acerca de su Superhombre, en las cicatrices que dejan las humillaciones y en las heridas de la indiferencia de los demás en nuestra persona, la música ejerce a la perfección de muestrario del acertado encaje entre la electrónica y los trazos de guitarra en el plástico. Si con su ópera prima elaboró el retrato de una familia norteamericana que no era sino el suyo propio, con su Anticristo se convirtió en el reverso tenebroso de un final de siglo que servía de epítome de una modernidad claudicante y de un postmodernismo que reflejaba el devenir de lo que sería el siglo XXI: desprecio a la cultura y al racionalismo como motores del cambio y su postergación en favor un fast food en todos los sentidos que lo único que ha conducido a Occidente es a su paulatina degeneración en todos los aspectos. Todo ello acompañado de historias tétricas y tenebrosas en la que el músico norteamericano explica hasta qué punto el miedo, al igual que nos anula como persona, nos empuja a cometer proezas. Y por eso, Antichrist Superstar está más vivo que nunca.
Coño Alex!, te sales tío! se nota a la legua que has mamado tanto este disco como yo, cada detalle, cada recoveco, cada arreglo fue analizado, sentido e idolatrado hasta límites insospechados en su momento. Para mí un disco crucial, fundamental, clave en esa destrucción definitiva del Grunge y esa nueva vía hacia la nada que, unicamente, tuvo como tabla de salvación el high energy sueco. Una puta pena que este tipo se auto-plagiase a sí mismo en «Holy Wood», a partir de ahí de nuevo ‘la nada’.
No te olvides de Alice Cooper, aquí Bowie tan sólo se esboza, pero, si te/os fijáis «Tourniquet» y muchas otras tienen ese registro rasgado y sucio de The Coop así como la mano maestra y retorcida de un Reznor en pleno estado de gracia compositivo y experimental.
Un 10 absoluto!
Manson es una obra de arte. Buen artículo, sólo una cosa, es Irresponsible Hate Anthem.
Un saludo!