Elliott Murphy puede ser la leyenda del rock más cercana que jamás haya pisado la tierra. Quizás se deba a que nunca ha tenido un hit que lo catapultara a las listas de éxitos y le diera ese prestigio y reconocimiento que bien merece. Cosas mucho peores han triunfado en los 43 años que lleva de carrera el bueno de Elliott. El concierto de ayer en Las Armas fue el colofón perfecto a una jornada (The Elliott Murphy Day) dedicada en exclusiva a la figura de este artista que siempre ha merecido mejor fortuna.
Elliott Murphy se presentó en escena acompañado por ese genio de la guitarra que es el francés Olivier Durand. No hacía falta nada más. Dos tipos geniales, dos guitarras acústicas, una armónica y un repertorio excepcional. Suficiente para hacernos vibrar durante más de dos horas en una experiencia que siempre es un auténtico lujo. Es por ello que el neoyorquino arrastra una legión de incondicionales, quizás no muy numerosa, pero muy fiel. Murphy es uno de esos pocos artistas que uno no se cansaría nunca de ver en directo. Quien lo ve una vez, repite. Así lo confirmó él mismo cuando narró la ocasión en la que preguntó en un concierto en Tokio cuantos de los asistentes habían estado en su anterior visita hacía 25 años, todo el público levantó la mano. Al menos, esta vez en Zaragoza había nuevas generaciones de seguidores entre el público.
Elliott se mostró halagado por el homenaje y eufórico en escena. El tipo estaba cómodo y así nos hizo sentir a todos. Dicharachero y simpático, Murphy se mostró pletórico en todos los sentidos, en lo musical y en lo humano. Arrancó con una tranquila versión de Last of the rock stars (que más tarde volvería a sonar en versión más enérgica) y ya nos dejó a todos cautivados. Ahí está el tipo, con su pelo, su sombrero y su chaleco. Con las facultades intactas por mucho que el tiempo pase para todos. Tras Sweet Honky tonk agradeció que la sala estuviera llena un domingo. Al ir a entonar la tercera canción se le rompe una cuerda pero el show no se resiente. Su homenaje a Bob Dylan con Like a rolling stone empezó a capela y, solucionado el problema de la cuerda, el dúo continuó como si nada. Pero no fue el único homenaje, Murphy y Durand se arrancaron una sentida versión del Heroes de David Bowie que puso al público a dar saltos y a mí me puso el vello de punta. También sirvió para que Murphy nos contara la anécdota de cuando escribió a Bowie para que produjera su segundo LP pensando que nunca tendría contestación, pero sí la tuvo aunque la colaboración entre ambos nunca llegó a materializarse. Qué gran narrador de historias es el neoyorkino. También nos relató la anécdota de cuando Lou Reed, tras leer un artículo de Murphy sobre The velvet underground, llamó a su casa allá por 1972 y estuvo una hora hablando con su madre sobre Long Island. Sonó un Walk on the wild side que supo a gloria bendita. Take your love away fue otro momento mágico de la noche en el que las guitarras de estos dos fenómenos se entrelazaron con furia.
Tras un infructuoso intento de acabar el concierto, y a pesar del agobiante calor reinante, el público quería más. Murphy no podía abandonar el escenario ante un público enfervorizado que pedía que la fiesta no se acabara nunca. El tipo no daba muestras de cansancio a pesar de sus 66 años y atacaron Green river sin micrófonos ni amplificación ninguna, a pelo, cerca del público, en plena comunión con el respetable. Aún le quedaba energía para un último homenaje, esta vez a las víctimas del terrorismo con una emotiva Ground zero en la que se alternaron en la arte vocal Murphy (en inglés) y Durand (en francés).
Lo dicho, una noche inolvidable de buen rock. Siga acercándose por estos lares las veces que quiera, señor Murphy, le seguiremos esperando con los brazos abiertos.
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